La literatura ensancha la circunferencia de la imaginación hinchándola de pensamientos. Su imaginario influye en las relaciones humanas y en la sociedad. De algún modo, ella trasciende lo social y su contexto. La literatura encarna en el tiempo y transfigura el mundo. El hecho estético no pretende sin embargo conocer la realidad como una ciencia, sino el significado de lo que acontece, de los hombres y las cosas trabados en urdimbres vitales. Así el enigma de la vida se concentra en una conexión interna de esas urdimbres vitales que tejen los hombres, los destinos, en ambiente vivo.

En cada gran época de poesía se lleva a cabo de nuevo, y en etapas regulares, la nueva marcha de las creencias  y las costumbres, que, se constituyen con la experiencia general de las comunidades, en la tarea de hacer comprensible la vida por sí misma. Este es, precisamente, el camino trazado por Dilthey (1961), desde Homero a los trágicos griegos, de la fe católica dependiente de la lírica y la épica caballeresca, y de la vida moderna a Schiller, Balzac, Ibsen. Autores que como Stendhal, veían en la vida un tejido de ilusiones, pasiones, bellezas y perdición entretejida con la naturaleza misma, como con un oscuro impulso en que la voluntad fuerte, egoísta terminaba imponiéndose.

El contenido de la vida humana es tan intenso que éste entra en el arte rompiendo con violencia cualquier estructura. Artaud  nos dejó una poética que quizás excede cualquier imaginario. Reconozco, empero, que allí sólo habla de teatro y poesía, pero lo que realmente estaba en juego era la exigencia  de la vida, tal como sólo puede cumplirse rechazando los géneros limitados y afirmando un lenguaje más original, cuya fuente se tomará en un punto todavía más oculto y más remoto del pensamiento y la poesía. Los temas y los descubrimientos de su reflexión valen, a mi juicio, para toda creación: que la poesía en el espacio, siendo lenguaje, tiende a encerrar y a utilizar la extensión, es decir, el espacio, y hacerlo hablar al utilizarlo. Entonces ya no se trata solamente del espacio real que nos presenta la escena, sino de "otro" espacio, más próximo a los signos y más expresivo, más abstracto y más concreto, el espacio mismo anterior a todo lenguaje y que la poesía atrae, hace aparecer y libera mediante las palabras que lo disimulan.

Artaud propiamente no libera la escritura, sino que la coloca bajo sospecha permanentemente, tratándola como al espejo de la conciencia, de modo que la gama de lo que puede ser escrito se vuelve coextensiva con la propia conciencia, y la verdad de cada afirmación llega a depender de la vitalidad y plenitud de la conciencia en que se origina. Contra todas las teorías platonizantes del espíritu que forman una parte de la conciencia superior a otra parte, Artaud sostiene el derecho de todo nivel, tendencia y calidad de la mente a ser escuchada por sí misma. El problema de Artaud no es qué es la literatura en sí misma, sino la relación que el lenguaje tiene con lo que él llama "aprensiones intelectuales del espíritu". Apenas podría permitirse la tradicional queja de todos los grandes místicos de que las palabras tienden a petrificar el pensamiento vivo y a convertir la literatura en algo meramente verbal. La lucha de Artaud no es sólo secundariamente con lo inoperante del lenguaje; es, ante todo, con lo refractario de su propia vida interior. Esta búsqueda es la del desencadenamiento de las fuerzas puras, que en varios trabajos he llamado propiamente ascesis.

Platón, en el Fedón (1978), propone una purificación más radical y auténtica: la purificación posible del alma concentrándola "en sí misma por sí misma". Un ascetismo con el que no estaríamos destinados a convertirnos en chivo expiatorio-conejo rey de nuestras ideas fantasmas.

Aún cuando hayamos idealizado el acto de escritura, (desde sus orígenes hasta el Romanticismo, siguiendo en esto a los poetas, que según Harold Bloom deberían haber actuado de otro modo), la escritura ha sido siempre un proceso sacrificial y una purgación que vacía mucho más de lo que llena (Bloom, 1991; Hartrnan, 1992). En consecuencia, sacar el alma de todos sus quicios para sumergirla en terrores, escalofríos, ardores y éxtasis, de modo que se desligue de sí misma, resultaría imposible sin el propio dolor de vaciarse uno en la escritura.

De cualquier modo, bajo la forma y el medio que sean, las purificaciones tienden también a deshacerse. De ahí que la ascesis deviene en una experiencia de desconocimiento y de misterio. Una experiencia intramental, de arrebato y de alucinación. Ajena a toda exigencia de identidad, unidad, y hasta de presencia. La ascesis, incluso en neutro, pertenece a una específica y aún inexplorada región del pensamiento.