A  Eric V. Ramos… por recordarme las “cosas” que tengo pendientes de realizar al iniciar el año.

No soy escritora de literatura infantil, o bien, en el mejor de los casos, diría de literatura escrita para infantes. Lo único que puedo decir es, que como toda niña de mi generación, educada  en un hogar tradicional, mis primeros viajes imaginarios a la literatura fueron de la mano y en los brazos de mi madre. Ella fue quien me alfabetizó en la  casa y, luego, aún cuidándome  por  mi  delgadez  y mi  poco  deseo de  comer me llevó  a  temprana edad a   un colegio de monjas altagracianas, en cual cursé la  primaria, la intermedia  y la  secundaria.

De mi infancia recuerdo como lecturas  iniciales las aventuras de Pinocho, y los versos que mi mamá  me enseñaba  para  recitarlos  en las veladas  que se organizaban en el  colegio. La poesía de  Gabriela Mistral  me sorprendió por  su  musicalidad, recuerdo  de su libro “Ternura”  el poema Meciendo (El mar sus millares de olas/mece, divino. / Oyendo a los mares amantes, / mezo a mi niño. / El viento errabundo en la noche/ mece los trigos. /Oyendo a los vientos amantes, / mezo a mi niño. / Dios Padre sus miles de mundos/ mece sin ruido. /Sintiendo su mano en la sombra/ mezo a mi niño”.

La Edad de Oro de José Martí, me cautivó mucho, y más aún sus ilustraciones realizadas a plumilla. Heredé de mi abuela paterna,  una primera edición de 1889, bajo  el título La  Edad de Oro. Publicación mensual de recreo e instrucción dedicada a los niños de América redactada por José Martí y editada  por A  Da Costa Gómez en Nueva York. Éste es, y  será, mi principal libro de cabecera para recordar lo que llamo mis “tiempos  felices”.

He pensado que cuando en nuestro país, y en el circuito de especialistas, académicos, escritores y lectores se habla de literatura infantil, lo que se pretende es llamar la atención sobre este tipo de creación en un  solo sentido: denominar así a la literatura escrita para niños desde la óptica y desde  la percepción  de los  adultos. No sé si es correcto o válido utilizar esa “etiqueta” puesta a esa creación como un guiño, ya que entiendo que toda literatura se asume como ficción cuando se construye para y hacia los otros.

Considero que, toda literatura –sea para adolescentes o niños- es un nuevo alfabeto de palabras con sus territorios semánticos propios y un status referencial de autoría. Así, la literatura infantil  se afirma  como si fuese  un paisaje de recuerdos y, se justifica por sí misma,  subvirtiendo con desarraigo lo institucionalizado como mito, o bien, provocando el deshojamiento  de las ideas.

Ilustración de Las Mariposas
Ilustración de Las Mariposas

Pero fuera del “sentimiento” de escribir, de la pertenencia y apropiación de la palabra ¿cómo se puede abarcar con  magia el pensamiento de la infancia, contarle a los niños, narrarle una historia,  en torno a las ideas  del bien y del mal,  de lo  que se considera  como justo, si  la  naturaleza de su infancia los  hace vulnerable?

“Conjugar”  una  narración para abrir  el universo de la infancia a la cotidianidad del mundo, requiere de una interlocutora-escritora explícita, que se comprometa con cierta clarividencia a dejar a un lado los arquetipos borrosos  que estén  totalmente distantes de la historia que se cuenta, que los personajes puedan instaurar un diálogo  abierto, recreativo, si se quiere,  para que los infantes accedan a las  ideas  de lo que se dice.

Para ser escritora de literatura infantil, para  esas  pequeñas personitas que  viven su edad dorada es, necesario ser un duende, y no emprender como  único rol  ser un  ángel protector o  un  héroe magnánimo; solo se requiere ser un duende dentro del bosque, no un  simple peregrino fabulador, audaz y complaciente, porque la inocencia rebelde existe en los infantes  con sus interrogantes, con sus oídos atentos  y sus recurrentes entrecejos que ponen en duda las palabras que no aceptan para analizarlas como “buenas”.

En la inocencia todos tenemos incertidumbres y  conflictos vagos; nos enredamos en imágenes y guardamos un arsenal de miedos; otras veces,  nos resistimos a reconocer nuestro reino y a cualquier autoridad oscura o de mansedumbre, pero siempre en la infancia escuchamos una voz que sobrevive a todas las horas, que nos va construyendo la memoria. Nuestra infancia comienza con cómplices. Somos “bebés” y  escuchamos a alguien que va escribiendo nuestra  biografía ficticia o semificticia, aunque pequeña.

Este largo viaje de palabras que he pensado en alto es,  como un adictivo, como una elegía liberadora que me había contado a mí misma; es la mirada totalizadora  que he recordado cuando  empecé a despertar  del sueño  de la  inocencia; nunca antes había hecho esta catarsis de comprensión sobre el mundo en el cual discurrió la  frugal edad de oro en la cual no sentíamos fatigarnos en la aventura del saber, porque siempre una  es benevolente con el aprendizaje que nos ofrece nuestra  madre, y nos ajustamos a las “decorosas” convenciones.

Si hoy he podido escribir estas líneas guiada por un angélico duende, es porque tuve de frente, ante mí, la edición del cuento “Las Mariposa”  [1] de Rosa Francia  Esquea, una escritora que  me honra con su  amistad.

Rosa Francia Esquea
Rosa Francia Esquea

La primera lectura de este libro la realicé en noviembre del 2006; desde entonces no he cambiado  mi opinión de que este cuento unitario de Esquea, “Las Mariposas”, se nos presenta como un relato de concertación,  con raíces que provienen de  un árbol esbelto, cuyas hojas  nacen  para crecer con el vaivén que trae el viento en invierno, para que luego, en primavera, sus flores surjan de múltiples colores.

Cuando la palabra de una autora como Rosa Francia  germina desde el viento, el viento se convierte en un militante abierto e infinito para aferrarse al espejo de los tiempos, y echar al suelo aquella expresión de que “las palabras se las lleva el viento”.

Su escritura es como la de una hormiga que va página por página dándonos epígrafes,  pistas próximas, para aproximarnos  al borde del drama.  Su  lectura es de un aliento dócil, donde los sentidos admiran el mensaje de los pliegos de papel pintados por mariposas.

Este libro de Rosa Francia es la primera piel que la mirada inocente debe descubrir  para entrenarse en el mundo de los adultos, porque en la infancia, a veces,  las cosas son previsibles, pero en la adultez, las cosas se convierten en una tormenta de intensidades abismales, que nos hacen mostrar una “nueva piel” esculpida por el dolor, el silencio, la soledad,  la muerte y  las injusticias.

Perderse en la primera piel sucede a edad temprana y, luego,  en la vida que  es  equivalente a la existencia,  cuando  ponemos deslindes entre la tristeza  y la felicidad, y  nos reconocemos al través de los símbolos que reinan en la tensión de la sobrevivencia.

Esto  me sucede ahora, porque en el remolino que es esta sociedad, donde una inmensa mayoría son miopes o sufren de una progresiva miopía, “Las Mariposas” sobreviven renovando su piel con un vuelo en el tiempo  eterno.

Y, ahora que ellas habitan el espacio metafórico de la literatura infantil a través de este singular cuento de Rosa Francia Esquea, creo, pienso y siento, que debemos aferrarnos a la dialéctica como resistencia y no dejar que la infancia dominicana tenga miopía.

“Las Mariposas”  son ahora,  en el presente, mi “edad de oro”, y los invito a ustedes a hacerlas suyas al igual que el libro de José Martí, como una publicación “de recreo e instrucción dedicada a los niños de América”.

Considero que éste es,  el final y el propósito que debe asumir la literatura infantil cuando estamos en  nuestra primera piel: la instrucción y el recreo.

Nota:

[1] Las Mariposas es el título del  cuento de Rosa Francia Esquea  que narra  la desaparición física, y el horror de la tortura que sufrieron las Hermanas Mirabal, Patria, Minerva y María Teresa, siendo víctimas de la tiranía trujillista. La autora actualmente es la Editora del suplemento infantil “Tinmarín” del periódico HOY.

Esquea, Rosa Francia. Las Mariposas. (Editora Universitaria. UASD, 2006): 53 páginas. Introducción de la autora, y prólogo de  Margarita Luciano López. Ilustraciones a color de Amaya Salazar.