El gobierno de Danilo Medina ha basado su razón y fuerza en sofismas. Miente de forma maquinal, compulsiva y festiva. Sus falacias las vende como verdades iluminadas bajo la ilusión de que todos somos memos. Cuando conviene encubrir, entonces tapa, disimula y esconde; cuando le interesa fanfarronear, gasta hasta lo que no tiene.
Una de las conquistas icónicas del gobierno ha sido el programa de alfabetización, el cual tampoco ha escapado a la perversión política. Sucede que en un acto convocado por el Plan Nacional “Quisqueya Aprende Contigo” para la presunta graduación de dos mil quinientos alfabetizados por el Ayuntamiento del Distrito Nacional, se reveló lo insólitamente impensado: la mayoría de los “graduandos” eran activistas buscados para ocupar un asiento y “abultar” el acto. Cuestionados aleatoriamente por una periodista de la cadena CDN, los supuestos alfabetizados, portando la esclavina de graduación, lucían perdidos cuando la reportera les inquiría sobre la satisfacción de su presunta superación. Todos, aturdidos, respondieron que fueron invitados a ese acto sin saber para qué.
Ante el bochornoso sainete, el Ayuntamiento del Distrito Nacional se apresuró a dar una versión aún más inverosímil, envasada en microondas para el consumo de los imbéciles: culpó a la oposición de infiltrar a personas ajenas a la actividad. Vale la pena precisar que el acto se celebró en el salón de eventos de las Fuerzas Armadas, recinto donde existen consabidos protocolos de seguridad. Luego, el Director del Plan, Lidio Cadet, difundió un video de trece minutos hecho para que al primer minuto el receptor más flemático detonara de la histeria. El viejo dirigente improvisó un circunloquio ideal para marear.
Con voz rezagada, altisonante y ceremoniosa, como quien lee un devocionario gótico, el exsacerdote redime la farsa con nuevas coartadas haciendo del atolladero una sola pasta de heces. Tuve la gallardía de verlo y la paciencia para oírlo. Las “precisiones” de Cadet abonaron más dudas. Debió callarse.
Después de un pesado exordio, Cadet empieza su defensa con una información inconsistente: dice que había la intención de llevar más personas aptas para certificar, pero que el salón de las Fuerzas Armadas resultaba pequeño. La pregunta obligada sobra: Si eran tantas, ¿por qué la mayoría de los asistentes no estaban en condiciones de certificar? Luego afirma que esas personas eran familiares de los graduandos. Surgen entonces dos inquietudes: ¿Por qué llevaban puesta la esclavina? ¿Por qué las personas entrevistadas como presuntos graduandos no le dijeron a la periodista que eran familiares? En este último punto vale destacar que todos los cuestionados afirmaron haber sido llevados por alguien a un acto cuya naturaleza desconocían; ninguno alegó haber asistido voluntariamente a respaldar a algún familiar ni el ambiente denotaba esa relación o intención. Tampoco se advertía la inconfundible festividad solidaria que se prende en ese tipo de eventos.
El profesor Cadet sostiene que el hecho de que los asistentes llevaran colgada la esclavina de la graduación se debió a una “confusión”. Si por pura candidez le otorgamos el beneficio de la duda, entonces tal detalle revela, a gran escala, la desorganización del programa que dirige. ¿Cómo es posible que en una ceremonia de ese rigor se le entregara esclavina a todo el que llegara? ¿Acaso no llevaban un registro de graduados? ¿Era aquello un motín o una ceremonia protocolar? Peor aún, dice el locuaz Cadet que los invitados ocuparon el área reservada a los graduandos: ¿Y dónde estaba el personal del orden? ¿Quiénes eran los invitados y quiénes los graduandos? El propio discurso de Roberto Salcedo desmiente a Cadet cuando saluda el esfuerzo de los presentes, asumiendo que todos los que portaban esclavinas eran graduandos. Cadet, persuadido de que no haber convencido ni a su madre, se la ha pasado “tuitiando”, y entre más habla más se hunde, cosiendo con parches su maltrecho andrajo de falsedades.
Ese cuadro no es aislado; constituye apenas una expresión de la impronta del gobierno. Danilo Medina retoza graciosamente con los números creyendo que el colectivo de sus gobernados comparte su delirio populista. Da cifras contradictorias sin reparos en temas tan sensitivos como el empleo, el gasto, la educación y la pobreza. Ha vendido una revolución de quimeras; construye y deshace sofismas; promete una cosa y hace otra. Cree que todos los dominicanos podemos ser arreados como rumiantes como si viviéramos de los subvenciones que sustenta su obsesiva popularidad. Este gobierno no hace nada sin un fin efectista.
Esta afrenta no ruboriza a nadie. En democracias civilizadas la renuncia de Cadet fuera historia. Pena que esto pronto será página pasada en una sociedad donde el decoro espera también su pergamino de alfabetización.