Leonel Fernández habita en dimensiones impenetrables de abstracción. Es un político gravitante y etéreo, de apariciones episódicas en el debate público. Habla contadas veces al año; escribe sobre temas ajenos a los apremios cotidianos. Nada terrenal aparenta incumbirle, tocarle ni convocarle. Parece que el país le queda pequeño a su talla, de ahí su desidia por temas locales, contrario a su fascinación por los procesos globales, a los que sigue con fruición. Lo extraño es que, a pesar de su experiencia de Estado, su formación teórica y la condición de intelectual que algunos generosamente le acreditan, este señor no tenga una producción bibliográfica relevante. “Raíces de un Poder Usurpado” es la obra más notable de Leonel Fernández; cuenta con 132 páginas, de ellas ¡59 de anexo!; es un compendio de la impugnación que hizo el PLD a la elecciones de 1990 por el alegado fraude cometido por Joaquín Balaguer, de quien paradójicamente recibió el poder. Toda la historia intelectual de Fernández se consume en artículos de prensa sueltos o compilados, conferencias, discursos como presidente —recientemente publicados— y su tesis doctoral “El Delito de Opinión” reeditada en su último gobierno.

La semana pasada apareció un artículo de su autoría titulado “Odebrecht y el combate contra la corrupción”, publicado obviamente en el Listín Diario. Se trata de una apología a la obra y el legado del PLD en la lucha contra la corrupción. Lo más meritorio del trabajo es su impertinencia. En un momento en que se destapa el sumidero de Odebrecht —que penetra hasta la médula la descomposición del sistema político— Leonel Fernández se despacha con una defensa a la “gesta moral” del PLD en esa cruzada.

Luego de una crónica del caso Odebrecht, Fernández hace un giro escabroso a la realidad dominicana y en un esfuerzo épico para justificar la corrupción apela a argumentos tan frágiles como trillados. En pocos trazos consume su historia desde Trujillo hasta sus gobiernos, luego enumera los aportes legales e institucionales del PLD para prevenirla, perseguirla y condenarla y finalmente concluye con un “análisis” sobre la realidad global, para rematar con esta conclusión sideral: “la corrupción está extendida por todo el planeta, y es tan vieja en su práctica que resulta incluso anterior a la época de cuando la Iglesia vendía el perdón de los pecados”.

En un impreciso momento de la lectura, mi imaginación quebró en vuelo los cielos de Chernóbil, Pripyat, Ucrania, convertida en una ciudad fantasma por el más desastroso accidente nuclear de la historia, ocurrido en el 1986. Después de la evacuación de todos sus habitantes, apenas quedaron, inertes y abandonados, edificios, calles y casas, sin más movimiento que el abrazo frío del viento. Cuando Fernández detalla cada ley o institución creada en los gobiernos del PLD para combatir la corrupción me imagino contar una a una las ruinas vacías de Chernóbil.

Sí, es cierto, tenemos un arsenal inmenso de leyes amontonadas, oxidadas y sin vida en una burocracia costosa de instituciones inoperantes, pero para reciclar los mismos focos de corrupción que están llamadas a desarmar. Las leyes sin una efectiva encarnación social mueren por el desuso, porque quedan reducidas a un esqueleto conceptual que le da forma pero no aporta fibras musculares a la vida colectiva. El problema nodal que Fernández aparenta no entender reside en un concepto en crisis: autoridad; reitero: autoridad.

El gran aporte del PLD ha sido el relajamiento moral de la autoridad a niveles primarios de degradación. Más que leyes y burocracia, precisamos rescatar el principio y el valor de la autoridad. Nuestra crisis no es de instituciones sino de institucionalidad; no es de leyes, sino de legalidad, y esas bases descansan sobre premisas elementales, las que en sociedades medianamente avanzadas resultan estándar mientras en la República Dominicana constituyen todavía desafíos inabordables, como son el respeto de la autoridad a su propia legalidad y competencia, la rendición de cuentas, la transparencia, el uso ético de los recursos, bienes y oportunidades del cargo y la vigencia de un régimen de consecuencias para los que violan la ley y abusan de su poder. Esa es la demanda real, viva, dinámica y tangible que Fernández desdibuja en sus disquisiciones astrales.

La corrupción que arropa la vida pública no es por falta de leyes ni de controles, sino por la ausencia de una autoridad éticamente responsable y un clima de impunidad pasmoso. Odebrecht llegó hasta donde está por ser derivación de un caso internacional, de lo contrario aquí no hubiera pasado nada. En los gobiernos del PLD los escándalos se apagan con otros ruidos, las denuncias se disipan como espumas y los procesos se diluyen en la prensa.  El PLD ha logrado imponer su torcida ética que justifica todo según las conveniencias políticas; una visión permisiva que relativiza los mismos desmanes que, en contextos racionales, abren investigaciones. Las instituciones, en los gobiernos del PLD, han sido castradas de su autonomía, subordinadas al poder político, repartidas como botín y deshonradas por la arbitrariedad caprichosa de sus titulares.

En su indefensión argumental, Leonel Fernández aborda la corrupción como un fenómeno universal invencible y una condición impresa en la genética humana. Ese derrotismo es un barato sofisma para redimir el fracaso moral de una generación que recibió de los caudillos del pasado siglo el relevo político para emprender un modelo inspirado en los valores modernos de la transparencia y de la ética pública. Leonel Fernández, depositario de esa confianza, tuvo una oportunidad inédita, pero prefirió hacer del poder una forma de realización personal, actitud que proyectó, como cultura oficial, a todos sus funcionarios, quienes de teóricos, diletantes y desocupados pasaron a ser potentados con fortunas inexplicables.

Las leyes aprobadas en los gobiernos del PLD y que Fernández enlista con orgullo han sido letras muertas sin fuerza ni vocación para alcanzar esos intereses, porque el problema no es normativo es axiológico, y en esa materia el PLD reprobó vergonzosamente. No todos somos corruptos; la corrupción tiene en este pequeño país nombres y apellidos. El centralismo esquizofrénico de un partido con casi veinte años en el poder, sin oposición ni vigilancia ciudadana, ha deformado su percepción sicológica de la realidad al creer que el país es el PLD y si el PLD es corrupto, entonces todos lo somos. ¡Falso!

Si las instituciones creadas en los gobiernos del PLD funcionaran como debieran probablemente el autor del artículo comentado tuviera que ofrecer muchas explicaciones, empezando por el escritorio donde escribió su apología. Y es que la única institución que se afirmó en la dinastía peledeísta fue la impunidad; un imperio tan fortificado que se necesitarán años para minarlo. Ya no somos una aldehuela rural, creída y agorera, hay mucha gente “conceptualizando”, señor Fernández, pero aquí, aquí ¡en la tierra!