Todo acto de lectura ha de ser una provocación necesaria a nuestra sensibilidad. Una provocación perversa que súbitamente nos seduce. Seduce lo que hechiza, fascina y funda en ello la magia del nigredo. Del arrobamiento y la epifanía misteriosa. Un misterio que arrebata ha de ser toda lectura, y no la obligación ortodoxa de quien lee por impiedad académica o imperativo snobista. Yo, verbigracia, leo por placer. Por puro hedonismo. Por incitación lancinante. Por laceramientos ontológicos. Por impulsos rabiosos e irascibles. Por afinidad electiva, biológica y temperamental. Leo, en fin, con la convicción de tocar el infinito en cada página.

Aunque todavía sigo esperando la culminación total de la utópica idea mallarmeana de hacer del mundo un libro, estoy plenamente convencido de que fuera del texto-el texto como la esquizoterritoriedad del ser y no la vulgar matérica cosa que contiene en su constelación difusa, un saber- no hay existencia posible.

El texto nos habita. Habitualmente nos visita en forma de vida o muerte. El texto es la vida. Mi vida. La muerte de mi vida. La ontología donde habito: profanación sensual de esto que yo soy: errancia fantasmática del vacío. Cuando leo accedo arrebatado a una órbita ritual, que agrega a mi vida otra dimensión, místico- erótica. Por eso leo, dejando pedazos de mí en cada texto. Yo soy el texto. Fuera, mi vanidad salvaje y atroz. El texto me lee. Ipso facto: los dos nacemos a esta vida de sueños.

Harold Bloom habla de una mala lectura o mala interpretación como modalidad común o normal de la historia poética. También sugiere una "fórmula impropia de lectura” como un procedimiento defensivo y causal. En consecuencia, ¿qué será entonces leer? El lector encontrará en su propia experiencia el sentimiento de fracaso que le corresponde. De ahí, me pregunto si, en cuanto aparecen las imágenes y grafías simultáneamente, el lector las usurpará en provecho de su angustia e inversamente habrá de alterar el devenir propio de la obra.

Todo contribuye a que el lector pierda su presencia medular. Primero, el autor que, al no poder ir hasta el fin de su proyecto, publica libros inescritos en los que el lector entra menos leyendo que obligado a prolongar, imaginaria y ansiosamente, la pasión de escribir (lo cual, en cambio, produce entre el autor y el lector, singulares relaciones de ausencias, tal como se ve desde el Romanticismo). Pero a ello contribuye más aún la existencia de ese raro personaje, ilegítimo, pesado, superfluo y siempre malévolo (aunque fuera por el exceso de su benevolencia, de su "comprensión") que es el crítico.

La forma de operación del lector con respecto al crítico se establece de modo paradojal e inversamente. Así, el lector desaparece fácilmente asimilado, absorbido por el crítico, que es un lector pero que necesariamente malinterpreta, manipula y sutilmente siempre distorsiona y empeora los valores específicos del texto. En efecto, ¿cómo puede ser función esencial del crítico decidir el valor de una obra, cuando toda lectura de un texto constituye una falsificación y cuando toda obra, de por sí, falsifica a otra? La "interpretación", la introducción del significado -no la "explicación" en el sentido fuerte que Nietzsche da a este sintagma- implica, en la mayoría de los casos, una nueva interpretación que recubre una inveterada incomprensión bajo el supuesto signo de exégesis y análisis.

Por otro lado -o quizás por el mismo- la literatura abandona la exterioridad o las extravagancias y fugas de la fantasía para dedicarse a la observación de su propio ser, de su propio hacer, una aventura introvertida, una desventura en tanto constituye una ausencia de aventuras y de miserias, una desventura doble; ocurre una búsqueda y fascinación porque va al encuentro de la propia imagen, comprometiendo, sino la obra, su imaginación puesta en reflexión, en los vértigos de la miseria y el abismo.

El crítico hace imposible e "interfiere" el campo de sentidos de cualquier obra. Pero, ¿acaso él mismo es, por lo menos, el hombre afortunado que provocará un "efecto desterritorializado" en el campo de sentidos de la obra, creando un nuevo hábito de lectura? De ningún modo, puesto que el crítico sólo piensa en re-escribir lo que supuestamente lee. De lo cual resulta que, aun, para él, quizás tampoco se haya escrito nada hasta ahora.

Veamos, entonces, cómo me las arreglo y propongo un modo desacostumbrado de lectura por el cual podamos acceder soberanamente a otro espacio de análisis conjurando el silencio interior del texto. O bien es necesario una "inversión platónica", impura, obscena e impía para que la lectura sea pura; lenguaje de la crítica, puro lenguaje que reposa en el silencio. Quizás así, finalmente, logremos que el acto de leer como mediación sospechosa de escribir se devore a sí mismo, rechazando cualquier redoblamiento y espejismo: repetición y originalidad, descubrimiento e invención.