Nuestro tiempo es un espejo roto en mil pedazos. Sus trozos nos devuelven la imagen de un mundo en confusión y caos. Sus signos más horribles son la guerra y el hambre, con su secuela fatal de destrucción y muerte; sus numerosos escenarios abarcan todos los continentes. En esta era mediática, vivimos al tanto de esos signos y esos escenarios.

Gracias a las tragedias continentales aprendemos geografía universal.  La geopolítica avanza a expensas de la historia.  Los nombres de países y lugares tan remotos como Bosnia-Herzegovina, Somalia, Chechenia, Kosovo o Ruanda ya nos son familiares. ¿Quién hubiera sabido pocos años atrás dónde quedan exactamente capitales como Sarajevo, Mogadiscio o Prístina? ¿Quién las hubiera mencionado en el curso de una conversación ordinaria? Hoy casi todo el mundo sabe más o menos dónde queda Ruanda en el mapamundi y que su población la componen dos tribus rivales que se matan entre sí: los hutus y los tutsis. No hay dudas: los mass media nos enseñan geografía.

Desde principios de los años noventa vengo observando los reportajes de la cadena de televisión estadounidense CNN.  Confieso que CNN ha sido mi escuela visual de desastres finiseculares. Ya he contemplado tantos… A mi memoria acude ahora un tropel de imágenes vívidas de esta época convulsa que nos ha tocado en suerte: un Estado latinoamericano, soberano en papel, invadido por un ejército extranjero para apresar a su gobernante de facto: Panamá. El mismo ejército invasor, años después, conquistando una capital africana desierta y abandonada para capturar a un solo hombre, al Señor de la guerra: Mogadiscio. Un levantamiento popular reprimido contra un dictador del Este, ejecutado poco después: Rumania. Finalizada la Guerra del Golfo Pérsico, miles de kurdos huyendo despavoridos hacia las montañas para escapar a la venganza del humillado ejército de Saddam Hussein: Irak. Una ciudad asediada y destrozada, muertos en las calles y francotiradores en las azoteas, aldeas arrasadas, campos de concentración y testimonios de musulmanas violadas por los serbios, fosas comunes y cementerios llenos de cruces: Sarajevo.  Cientos de civiles muertos, una ciudad destruida por las tropas rusas en una guerra que no pudieron ganar: Chechenia. Matanzas espeluznantes, medio millón de muertos, hilera interminable de refugiados hutus escapando a Zaire y luego retornando a su país de origen: Ruanda.

Pelletier-Lecciones de geografía

Si Ruanda no era el infierno en la tierra, era lo que más se le parecía. Ruanda refuta el optimismo de Leibniz: no vivimos en el mejor, sino en el más atroz de los mundos posibles. Toda una masa hambrienta huyendo de una muerte segura, con sus escasas pertenencias y sus niños famélicos al hombro; niños llorando, gritando, extraviados entre la turbamulta indigente porque en la estampida de la huída o la confusión del retorno habían perdido a sus padres; la multitud innumerable de vuelta al hogar, a esa tierra de hambruna y desolación devastada por ancestrales odios tribales; montón de asesinados, de cadáveres descompuestos regados por campos y caminos, atacados por moscas voraces.

El desastre alcanza también a los países del desaparecido bloque comunista. Allí, la caída de los regímenes totalitarios reveló grandes diferencias en los niveles de vida entre distintas naciones, hasta apenas ayer “satélites de Moscú”. Destapó una olla de grillos: la olla hirviente de particularismos, sucedáneo histórico de los totalitarismos. Estallaron guerras entre etnias y guerras civiles, y se ejecutaron criminales limpiezas étnicas. Kosovo fue sólo una muestra más. Una parte de las muchedumbres emancipadas del Este intenta emigrar a Alemania Federal en busca de mejores oportunidades de vida. Los que no logran entrar en territorio alemán, se sienten afortunados si consiguen quedarse en alguno de los antiguos países socialistas de economía relativamente establece, que hoy se hallan “en transición”: llámese República Checa, Eslovaquia o Hungría.

Se les puede ver en Berlín, Munich, Praga, Roma. Los emigrados del Este, los mismos que un día serían redimidos por la revolución socialista, se apiñan hoy en la estación principal de trenes de Praga, deambulan por Marienplatz o por las calles de alguna gran ciudad alemana, francesa o italiana. Es fácil identificarles por el aspecto exterior: la humilde y roída vestimenta, el calzado barato. De lejos huelen a pobres. Hacen cualquier cosa para sobrevivir en país ajeno. Piden limosna en la calle usando a sus hijos de mendigos, venden baratijas o roban carteras en las estaciones de metro. Algunos organizan mafias que operan a distintos niveles. La delincuencia callejera y el crimen organizado son también posibilidades de supervivencia en una sociedad “abierta”.  Cuando vivía en Bohemia me topaba casi a diario con ellos: rumanos, albaneses, yugoslavos, polacos, rusos, ucranianos, chechenos…

Para todos esos ciudadanos, el presente es zozobra y el futuro incierto.  El comunismo era una certidumbre, terrible es verdad, pero certidumbre al fin. El capitalismo salvaje, en cambio, es incertidumbre total. Las reformas económicas ponen de manifiesto la dicotomía entre libertad y seguridad. Los que ayer apostaron por los cambios, hoy se sienten frustrados, pues aún no alcanzan a disfrutar de las “infinitas bondades” del mercado.

Ya nos hemos acostumbrado a contemplar las imágenes del horror en la pantalla de televisión. Al principio, lo que vemos nos impresiona y nos conmueve. Pero luego se nos vuelve normal, empezamos a verlo como un suceso más de tantos en el mundo. El infortunio de nuestros semejantes se nos hace digerible. Pierde su carácter trágico: se trivializa. O, como prefieren decir los posmodernos: se desdramatiza. El infierno de los otros pronto deja de conmovernos.

Los mass media no sólo muestran: también ocultan. No sólo ocultan: también callan. Se calla la responsabilidad de Occidente en muchas de las catástrofes de nuestro tiempo, que se prolongan sin necesidad debido a su actitud hipócrita y cómplice. Recuerdo que la antigua Yugoslavia fue desmembrada y despedazada por una guerra absurda, ante la mirada casi indiferente y la reacción tardía de las potencias occidentales. Se omite que, después de haber expoliado sin piedad a los países pobres y de haberlos llevado casi a la desesperación, las naciones ricas pretenden ahora controlar una migración masiva que ellas mismas han provocado con sus políticas de saqueo y despojo y su desigual intercambio comercial. Manuel Vásquez Montalbán tenía razón cuando decía que no habría países subdesarrollados si no hubiese también países subdesarrollantes. Infinitamente más hábil, más dinámico y flexible, más elástico que su derrotado adversario, el capitalismo neoliberal triunfante a escala global carece, sin embargo, de la capacidad, la voluntad y, sobre todo, la vocación necesarias para enfrentar los grandes males de la humanidad.

La guerra, el hambre y las enfermedades diezman hoy poblaciones enteras en los continentes de la pobreza. Me entero por CNN de esas desgracias y las deploro sinceramente, pero apenas me alcanzan, pues vivo atado a discretas comodidades. Sé por fin dónde queda Ruanda –o Darfur, o Libia, o Siria- en el mapamundi; sé también que hoy soy un poco menos ignorante que ayer. Y, después de todo, no debo sentirme mal, pues aunque el mundo sea un desastre que no puedo impedir ni remediar, al menos he aprendido lecciones de geografía.