Lo que pasó en el país hace dos semanas fue una tragedia silente. La muerte de Fidel Castro eclipsó en parte su infausta “espectacularidad”. Las imágenes de sus estragos fueron sobrecogedoras. Algunas parecían tomadas en regiones tropicales del sudeste asiático después del paso de un tsunami.

El gobierno cuantifica las pérdidas humanas, las cosechas, las infraestructuras, pero nunca podrá conocer ni reparar los daños sufridos por cada familia en trastornos, pérdidas y enfermedades. Todavía muchas vidas transitan por el estrés postraumático sin contar con ayuda médica que las trate sicológicamente. Esta brutal arremetida de la naturaleza trajo, sin embargo, enseñanzas veladas, discernibles por los dotados de sensibilidad social.

La primera y gran lección fue demostrar que somos un país inmensamente menesteroso. La lluvia desarropó la indigencia exponiendo su desnudez mejor guardada; una realidad extraña para muchos dominicanos que creen que el país comienza en la Anacaona y termina en la Tiradentes. Ver correr por las furiosas corrientes de los aluviones mierda, basura, desechos cloacales, animales pútridos, cartón, madera barata, andrajos, hojalatas, mosquiteros, bacinillas y planchas oxidadas de zinc, obliga a admitir las interinidades de la vida marginada. Una verdadera confitería de excreciones que sintetiza la existencia “padecida” por miles de dominicanos arrimados, ciudadanos desechables de uso anal. Vi colchones humedecidos que bronceaban su escarnio al sol frente a las casuchas violadas por las inundaciones. Por lo menos la tormenta puso en el mapa social a algunas aldeas, como Villa Vásquez, comarca que algunos solo invocan cuando cantan “Ojalá que llueva café” frente a un escocés a la roca en La Marina de Casa de Campo. Escuché y leí en distintos tonos y expresiones el asombro de tanta gente por la pobreza del país como si despertaran por primera vez de un sueño narcótico. Eso es más siniestro que la muerte engendrada por la devastación.

Otra lección meritoria fue evidenciar el estado de indefensión pública en el que vivimos sin un sistema funcional de normas, protocolos, ingenierías ni estructuras que resistan las contingencias naturales. Es desconcertante saber que ninguna ciudad del país cuenta con una red adecuada de drenaje pluvial ni de colectores sanitarios. Claro, se trata de inversiones que no reditúan electoralmente tanto como los edificios, las calles, los arbolitos, las plazas o “las cosas que se ven”. Una vez se le escuchó decir a un síndico de Santiago que hacer obras sanitarias y de drenaje era enterrar votos. El caso de la ciudad de Santo Domingo es gravemente insoluble. Su remendado y anárquico crecimiento sin un plan rector ni un gran presupuesto convierte a la ciudad en una bomba de tiempo.

Pero la enseñanza más macabra de las tragedias públicas la representan los negocios que estas animan. Las calamidades son apetecidas por los contratistas y el gobierno como buitres a la carroña. Los estados de emergencia suponen desembolsos de recursos sin los rigores formales de las licitaciones públicas. En los proyectos de reconstrucciones sobrevuelan intereses depredadores, los mismos que gritan en alto vuelo para que se desplomen los cielos y con sus descargas ganarse un aluvión de millones en obras concertadas de reparto. Estemos atentos a los beneficiarios de esas contratas y a la calidad de las obras; otra tragedia que se suma al infortunio de vivir en una sociedad sometida.

Pero la más gallarda de las lecciones de la naturaleza fue encuerar impúdicamente la estafa electoral del programa de pavimentación vial ejecutado al galope por el gobierno días antes de las elecciones. Las capas asfálticas fueron levantadas por la lluvia como quien remueve con el dedo la masa de un bizcocho poroso. Algunas se iban sin quebrarse arrastradas como balsas por las riadas. La naturaleza les dejó un expediente criminal a las autoridades que se disolvió en los desbordamientos. Probablemente a través de la misma OISOE, responsable de auditar las obras del Estado, se canalizarán parte de los fondos para la comilona de las contrataciones grado a grado del plan de reconstrucción y, peor, veremos al presidente, camisa remangada, mano a mano con su pueblo. ¡Mierda!