La escritura de Natacha Batlle (Hato Mayor, 1984) se ubica entre las voces más originales de la poesía dominicana del nuevo milenio. Actualmente hay un grupo de poetas que destacan y que son un tour de force en la poesía dominicana: Alejandro González Luna, Rosa Silverio, Homero Pumarol, Frank Báez, Luis Reynaldo Pérez, Neronessa, José Ángel M. Brattini, Ariadna Vásquez, Lissette Ramírez, Danilo Rodríguez, Johan Mijaíl Castillo, Leiddy Dhianna Reynoso, Franchesca Dessiré Nills, Edwin Solano Reyes, Jennet Tineo, Jennifer Marline Rodríguez, Abril Troncoso, Isis Aquino, Víctor Saldaña, Pablo Reyes, Deidamia Galán,  Jesús Cordero García,  Carlos Reyes, Aníbal Montaño, Augusto Bueno, Farah Hallal, Petra Saviñón, Néstor E. Rodríguez, Ricardo Cabrera, Miguel de Vallester, Fernando Berroa, entre muchísimos otros.

La obra de Natacha Batlle aporta un diálogo distinto con la poesía, recrea un nuevo centro de imantación y dirección. Las voces en la poesía de Natacha Batlle son múltiples, las cuales se amalgaman y dispersan en el texto poético creando una estructura polifónica. La trama de esta poeta se mueve por varios ritmos y entornos, y sería un error enfocarla exclusivamente desde la perspectiva del realismo.

El retorno hacia la frescura y la complejidad de la imagen es la señal precisa de una poesía saludable y renovada. Es decir, la búsqueda de la imagen primigenia, el regreso hacia esa limpieza compleja del primer espejo de la infancia y de las primeras visiones comprueban su originalidad:

“Desgajarme/y esparcir la pulpa por las calles./Derramar mi semilla en cada ojo/dejar que el agrio de mi lengua salcoche  cada página que pasa./Des-hacerme/solo la tapia de mis huesos/ha crecido con los años. Solo yo/con este vidrio colgando de mis sienes/y con este decir tan desarmado/involucro puntos negros (“Febrero ya no existe”, Amargord, Madrid, España, 2019,     pág. 32).

La congoja,  al helar el ímpetu que nos llevaba a vivir en la tentativa, en el proyecto, nos obliga a percibir la realidad del Mundo. Es el dolor que despierta al impetuoso de sus proyectos, de sus ensoñaciones o de sus ideales. El impetuoso se abandona a los seres, a las cosas, se entrega a ellas y se desgarra o aniquila, destruyéndose en los remolinos de su propia fogosidad íntima.

En “La muerte en cuatro. Otra vez la muerte”, Premio Funglode de Poesía Pedro Mir del año 2018, la vida es un espacio convulso de abismos, errancias y errores. En esta obra es fácil observar el uso de diversos lenguajes, siempre unidos o vinculados por un lirismo espontáneo, por una aceptación del universo íntimo, en el que las sombras domésticas se multiplican y abordan los temas de la muerte, el amor y en un tiempo último, los variados rostros o confines que surgen del encuentro de lo vivencial, de una realidad en la que ser huésped supone rebelarse contra la idea de azar y situarse en otras regiones en las que todo acto prodigioso es desarraigo, revés de la historia de iluminaciones que ceden el paso a la miseria.

Si existe un medio de poseer la realidad absolutamente (¿la muerte en cuatro?) en lugar de conocerla relativamente, de colocarse en ella en lugar de adoptar puntos de vista acerca de la realidad, de tener su intuición en lugar de hacer su análisis, en fin, de aprehenderla fuera de toda expresión, traducción o representación simbólica, Batlle la asume como un deseo ineludible  de la muerte. Oigamos su lamento:

“(…) su cuerpo es esa nada que tocas con las yemas/y también es la cuerda que quema en la carne/el compás de los violines/ella es la muerte al revés de los años/y es el pulso final de esta trama que se columpia en banca rota.”(“La muerte en cuatro”, pág. 58).

He aquí la temporalidad vista desde la conciencia crítica de la negatividad, y de donde será retomada por el pensar crítico moderno. San Agustín explica la paradoja del ser en el tiempo, “que tiende a no ser”, en la formulación de otra paradoja, la del triple presente: “Hay tres tiempos, presente de lo pasado, presente del presente y del presente del futuro…El presente del pasado es la memoria; el presente del presente es la visión; el presente del futuro es la espera o expectación”. La paradoja agustiniana pone en evidencia una de las más complejas manifestaciones del tiempo que será objeto de reflexión por el pensamiento moderno: la coexistencia. En la obra de Natacha Batlle, la tendencia al “no-ser” del tiempo, expresado en su continuo fluir, se une paradojalmente en una forma de ser temporal, en la confluencia y simultaneidad de las diferentes experiencias verbales de sus exploraciones y búsquedas temáticas. El pensamiento de la modernidad, sobre todo a partir de las propuestas poéticas y filosóficas de Bergson, pondrá en evidencia esas formas de la existencia del tiempo, a través de  manifestaciones como la duración de lo fugaz del  instante de “nuestra propia muerte”.

La muerte, “la nuestra”, singular y única,  a la que aspiró Rilke, nació realmente en siglo XVI. La misma cesó de ser olvido de un yo vigoroso, pero sin conciencia, de ser aceptación de un Destino donde las particularidades propias de cada vida, de cada biografía, aparecen a la plena luz de la conciencia clara, donde todo es sopesado, contado y escrito, donde todo puede ser cambiado, perdido o salvado.

“(…). Esto que nos queda/epitafio de eso que respira/somos un mundo de respiraciones colgando del cielo” (Op. cit., pág.  41). 

El tiempo que podríamos llamar objetivo en la obra de Natacha Batlle se encuentra atravesado por una doble fascinación: la del tiempo rectilíneo, que hace de la flecha hacia el futuro su metáfora fundamental; y la de la repetición, como permanencia del vivir en contraposición a la negatividad misma del constante fluir.

Aquí, una ambigüedad tiende afanosamente hacia los límites, al rodeo inevitable en torno a la música interrogante del deseo, hacia la mujer que se precipita con alborozo al esplendor de los senos, y es la vida entonces el tembloroso y menudo follaje de los escalofríos. Pero también, un hombre, grave como un cuchillo en el sueño, pule su locura con relámpagos y piensa en el padre, en el origen del desasosiego.

Rara y perfecta, sugerente, iniciática como la desolación y el extravío, esta obra brota fantástica y vigorosa del deslumbramiento, del arrebato y de esa región de fuego que no le pide permiso y la arrastra con todos sus meteoritos por una galaxia de la que no es responsable ni testigo. Algo así como la cabellera de una adolescente que medita, se destrenza y rompe su secreto entre las piedras y el extraño murmullo de los mares.

Creo en esta obra como en las perversiones. En la libertad con la que cede a los designios, a las palabras aptas para sacrificarse por el predominio de la honda fragmentación del espíritu, a la sensual proliferación del idioma, a la conectada imantación con el subsuelo de las provocaciones. Estos textos de Natacha Batlle giran sobre las fuerzas saturnales del día y la constancia obsesiva de los muertos. Violencia, nostalgia, sordidez, desconfianza, pureza, malicia. La poesía de Natacha Batlle va de cero al blanco, de la suave providencia de las espigas al impecable horror. Sus hábitos son los de las serpientes: veneno y belleza, también virtudes, su inequívoca autenticidad frente a la página, su tensa modernidad.