“Todo lo que es hecho, todo lo humano de la Tierra es hecho por manos” (Ernesto Cardenal).
Las tragedias tienen la virtud suprema de hacer una radiografía de cómo andamos como sociedad y como territorio. Descubren las cosas de las que sentimos vergüenza; aquellas que ocultamos para que nadie las vea. Las lluvias, las inundaciones, los deslizamientos, las epidemias, las bandas delincuenciales sin rangos ni apellidos sirven para señalarnos que todavía los pobres existen y ¡en qué condiciones! Nos quitan el antifaz, para ver que los pobres no fueron anulados de nuestra sociedad, a pesar de las cifras que maquillamos para los organismos internacionales; y que tampoco, aquellos que sobreviven en la indigencia espantosa son propiedad privada de Marx, Lenin o Engels. Los pobres son el resultado de nuestra manera de organizarnos y de nuestra manera de distribuir lo que producimos, en este capitalismo salvaje de consumo y exclusión.
La sociedad ha tenido que reconocer los trapitos sucios que sacan al sol y al comentario, los eventos naturales y sociales. Las imágenes que bombardean cada día los medios de comunicación, nos dejan aturdidos. A otros los hacen más indiferentes, porque se acostumbraron a ver ese drama como parte de la rutina y el espectáculo para las redes sociales. Debiéramos organizar un festival de plañideras, llorar nuestra impotencia, el confort con sello de despojo, el derroche de la impunidad, el indiferentismo con que vivimos cobijados, frente a tantos seres despojados de la dignidad que sólo piden una segunda oportunidad para intentar sobrevivir, aunque sea a duras penas. Al fin y al cabo descubrimos nuestra fragilidad social, nuestra vulnerabilidad como nación. Y nos lo restriega el personaje de Toto Visbal hablando con el Padre Ángel, en La Mala Hora de Gabriel García Márquez: “El país entero está remendado con telaraña”.
Las tragedias no nos mienten, como lo hacen los políticos en sus circos, al punto que cuando nos dicen la verdad, nos mienten con la verdad misma. Nadie puede dudar de lo que nos enseñan las imágenes cualquiera sea la índole de la tragedia: familias destruidas, personas solas y abandonadas por una jugada azarosa del destino, mujeres asesinadas por sus parejas con las mismas comedias de una orden de alejamiento que no produjo distancia, uno tras otro show mediático de juicios de fondo que tienen los dotes de un entremés en la mitad de una obra de teatro, destrucción del entorno natural por la avaricia de los avivatos de siempre, la solidaridad de los que pusieron a riesgo sus vidas para salvar a otros, los héroes anónimos a los que no les interesó una cámara para nada ni les hizo falta, los abrazos de los reencuentros, las despedidas inevitables que sembró la muerte, decepciones de los desencuentros, los rostros de los payasos que se excusan frente a la realidad y de los seres patológicos que en todo quieren encontrar una razón para hacer campaña politiquera, etc.
Las lecciones aprendidas a la fuerza con los huracanes David, George, Noel ha cambiado nuestra manera de ver las cosas, donde la vida ya no debe ser una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir, soñando a la fuerza, llevando cada día un infierno en la imaginación. Sino, un don vivido a plenitud, con todas las garantías de un ser humano, que debe vivir en mejores condiciones de las vividas a corta distancia, por muchos animales en fincas y establos, nada comparable a las condiciones de las poblaciones de la ribera de los ríos, cañadas, arroyos, barrios, barracones.
Cada incidencia de la naturaleza, barre toda nuestra marginalidad acumulada por todos los gobiernos centrales y municipales, tanta sed, tanta hambre, tanto abandono e indolencia, tantas planificaciones que no tomaron en cuenta al hombre, tanta falta de amor que actúa desde los intereses y no de la contemplación: visión del corazón, compasión, aflicción por el que sufre, “acción transformadora”, nos decía el teólogo Raimundo Panikkar.
Es hora de mirar nuestros territorios, para planificar desde allí nuestras acciones. Así evitaremos las lágrimas de las plañideras y plañideros. Miremos la realidad de nuestros pobres, y ya no tendremos que hacer vuelos imaginarios de escape hacia Haití o África. Aprendamos a “beber en nuestro propio pozo”, como decía Bernardo de Claraval.
Rebusco en la memoria, y no olvido lo que leí en el texto del Informe del Desarrollo Humano de 1994:“El tamaño y magnitud de los desastres naturales dependen de la pobreza y de la miseria. Ya no son nunca los desastres la principal causa de la miseria, sino la miseria la principal causa de los desastres”.