El acto de restaurar un monumento no es un hecho casual o realizable mecánicamente, a nuestro antojo. Cualquier actividad de conservación o de restauración de una obra arquitectónica, requiere de un planteamiento crítico previo, de definición y valoración del patrimonio sobre el que se pretende actuar, para evitar deterioros o pérdidas innecesarias. Verbigracia, las ruinas de San Francisco, monumento a través del cual se ha anunciado la realización de un ambicioso proyecto de transformaciones estructurales y avanzados cambios urbanísticos.

El acto de preservar una obra no es uno de reconfiguración histórica de sus valores, más allá de sus características arquitectónicas. No todas las obras -ya sean contemporáneas o antiguas, pero en particular estas últimas- gozan del mismo nivel de protección frente a la restauración, como a la protección efectiva derivada de las intervenciones arqueológicas oportunas.

Es evidente que estas obras, como las ruinas de San Francisco, requieren de una aproximación particular. Es necesario dar respuesta a la cuestión fundamental de si su valor predominante reside en su estructuración o en el uso de un material determinado, como manifestación de elecciones concretas y conscientes de su historial arqueológico. Dado que la tarea principal del conservador-restaurador es entregar “la obra al futuro”, tendemos a privilegiar el material; sin embargo, si pensamos a quien corresponde decidir sobre el destino final de una obra de tal valor, debemos aceptar sólo intervenciones que respeten sus auténticos valores, arqueológicos, urbanísticos e históricos. Y deberemos aceptarlas a pesar de los problemas que se plantean desde un punto de vista arqueológico, al menos que como en las ruinas de San Francisco, el propio deterioro se convierte en un valor estético intrínseco, de su propio valor histórico.

Por eso, antes de cada intervención se deben reconocer los valores implícitos en las obras, y en aras de ello, es necesario definir cómo están estructuradas, puesto que el espacio y la profundidad de estas obras, dependen de cómo se hayan tratado los materiales tendentes a producir su mejor acabado.

El control del ambiente permite corregir las condiciones perjudiciales para la conservación de los bienes culturales logrando la adecuada climatización de los mismos; pero estas técnicas no sólo son válidas para aquellos objetos situados en ambientes degradados, sino también deben ser rigurosamente observadas para el control de ambientes habitualmente utilizados para la custodia de bienes culturales, como las edificaciones coloniales en “estado de ruinas permanentes”.

Los factores de deterioro suscitan una acción constante y ordinaria de prevención, control y mantenimiento para prever, demorar o atenuar su actividad destructora. Estas medidas son los medios de acción por excelencia de la conservación preventiva o conservación indirecta, en cuanto aplican todos los medios posibles sin actuar directamente sobre dicho patrimonio, para facilitar su adecuada conservación y el mantenimiento de sus características materiales y culturales. Un eficaz planteamiento de prevención, control y mantenimiento puede evitar el deterioro de estos monumentos, así como ahorrar costosas intervenciones de restauración.

Un principio básico para la conservación de estos bienes culturales es que la intervención directa sobre el objeto debe ser el último recurso para su conservación: es decir, el objeto debe ser manipulado lo menos posible y, en consecuencia, siempre se debe intervenir antes sobre el ambiente que sobre el objeto.

El “control del ambiente” en el que se encuentran, actualmente, las ruinas de San Francisco, es uno de los principales cometidos de la conservación preventiva o indirecta. Muchas acciones de conservación indirecta tienen como finalidad dotar de medios y recursos para mantener el ambiente en unas condiciones adecuadas de humedad y temperatura; así se evitan numerosas operaciones, generalmente traumáticas, como el caso de los arranques y traslados de estructuras y frescos, mediante el “stacco” o el “strappo”, por encontrarse en ambiente de excesiva humedad.

Las técnicas de intervención directa se aplican cuando el objeto no cumple adecuadamente la función o conjunto de funciones para las que había sido creado y, posteriormente, tutelado y conservado. El proyecto de restauración sobre las ruinas de San Francisco, en caso de ejecutarse, como ya se ha anunciado, pudiese desvirtuar el contexto y el valor histórico de dicho monumento, si no se intervine arqueológicamente a partir de sus valores intrínsecos, y sus esenciales características arquitectónicas. Se trata de operaciones delicadas y traumáticas, pues no existe ninguna intervención directa sobre un monumento histórico, por mínima o correcta que esta sea, que no comporte fatiga o decaimiento del mismo.

La intervención directa sobre las ruinas de San Francisco es una actividad sumamente delicada que requiere conocimientos histórico-artísticos, capacidad técnica y analítica, preparación científica y conocimientos exhaustivos sobre técnicas y materiales artísticos, factores de degradación y técnicas de conservación y restauración. Esta pluralidad de conocimientos y la gran responsabilidad que supone la intervención sobre bienes únicos e irrepetibles, dotados de valor cultural, hacen que la intervención directa, sobre este monumento, sea una tarea interdisciplinar, que requiere el concurso y la colaboración de distintos especialistas. Historiadores de arte, arquitectos, documentalistas, químicos, físicos, conservadores de museo, arqueólogos, paleontólogos, archivistas y bibliotecarios deben colaborar estrechamente en la fase de análisis e investigación del estado de conservación de dichas ruinas, de su constitución técnica y material, y en la determinación de la incidencia de los factores de degradación de las mismas. Pero estos especialistas de distintas ramas del conocimiento científico, deben prolongar su colaboración de este estadio analítico o de investigación preliminar, hacia la fase de sugerencia de los tratamientos más adecuados.

Señalamos más arriba que un principio básico de la conservación de bienes culturales es que el objeto debe ser manipulado lo menos posible y que, por consiguiente, la intervención directa sobre el objeto debe ser contemplada como el último recurso para su conservación; en efecto, después de una intervención directa, el objeto intervenido no resurge indemne, sino que generalmente resulta, por el contrario, más frágil y vulnerable que antes de la intervención, bien porque se han eliminado o alterado algunos de sus componentes materiales, o bien porque, caso opuesto, se le han añadido sustancias o productos nuevos que deberán establecer un nuevo equilibrio con los materiales originales.

Por el momento, debemos limitarnos a aceptar en las ruinas el vestigio de un monumento histórico o artístico que sólo puede mantenerse como lo que es, y donde la restauración, únicamente puede consistir en su conservación, con los procedimientos técnicos que exija. La legitimidad de la conservación de las ruinas radica, pues, en el juicio histórico que se les otorga como testimonio mutilado, pero aún reconocible, de una obra o un hecho humano.

Cualquier acción a emprender para restaurar este importante monumento, aquello que queda de la imagen originaria en los elementos que han sobrevivido, o para asegurar la conservación de las materias a las que está confiada su epifanía como imagen, vendrá condicionada por su proceso de investigación y análisis; y por eso, las actuaciones prácticas siguientes -en las que podrá o deberá consistir la restauración tal como se entiende comúnmente- no son más que el aspecto práctico de la restauración, del mismo modo que el material utilizado, a la que se dirige la restauración práctica, de las ruinas de San Francisco, deberá estar subordinado, intrínsecamente, a su invaluable valor histórico.