En el mundo hay un lugar, un espacio internáutico.  Allí podemos pasar un sinfín de horas en una especie de hechizo prolongado. En un tiempo (no por ello perdido), sin retorno, a la deriva de una máquina, en donde el decurso de su uso explora las posibilidades de cumplir la función de nuestro credo, sin que nadie se plantee nunca sus finalidades ni implícitas ni explícitas. A diferencia de lo que podríamos enviar, que tal vez será futuro, lo virtual ya está presente en mi correo o en el tuyo, cuando surgen las respuestas de una forma real y contundente, aunque escondidas, subterráneas y no evidentes. Esta multiplicación de las mediaciones, de las comunicaciones y de los contactos entre cibernautas, crea y cultiva un clima de simpatía existencial.

Dentro de esta oceánica y multiforme simpatía, el nuevo cauce lleva un empuje más allá de lo imaginario, más allá de la información; proporciona consejos de “savoir-vivre”. Por eso se crea una cultura que tiende idealmente a construir un gigantesco club de amigos, una gran familia no jerarquizada.

Hoy nos entregamos a una comunicación irrestricta. La hipercomunicación digital nos deja casi aturdidos, como ha dicho Byung-Chul Han. Pero el ruido de la comunicación no nos hace menos solitario, especialmente en estos tiempos de  encierro del  Coronavirus  (Covid -19) o pandemia universal.  Quizá incluso nos haga más solitario que las “rejas lingüísticas”. Al fin y al cabo, al otro lado de la “reja lingüística” hay un “tú”. Ese “tú” preserva aún la proximidad de lejanía. La hipercomunicación,  por el contrario, destruye tanto el “tú” como la cercanía. Las relaciones son reemplazadas por las conexiones. Dos bocanadas de silencio podrían contener más proximidad, más lenguaje que una hipercomunicación. El silencio es lenguaje, mientras que el ruido de la comunicación no lo es.

Esta imagen y este modelo son a la vez hedónico idealistas, están construidos a partir de nuestras vidas. Así, la modificación de las condiciones de vida bajo el efecto de lo virtual, Instagram, Facebook, WhatsApp, Twitter, la elevación de las posibilidades de comunicación con la vida del otro, corresponden a un nuevo grado de individualización de la existencia humana.

Convertir al otro en una delimitación invisible, en un impedimento, es imponer una restricción, es declarar materialmente la desconfianza y el extrañamiento como formas primarias de las relaciones entre los seres humanos. Erigir un muro para delimitar una pertenencia conlleva extender la figura de la prisión del territorio. El muro que suprime el horizonte a quien ya ha estado privado de vivir sobre su propio espacio materializa la representación visible de una idea perversa de separación entre culturas, lenguas, historias individuales y sociales.  El encierro de la espera tiene en  lo porvenir su interlocutor asiduo, su punto de mira, su inquietud. En la espera, el futuro es la línea de una promesa. Tiempo concentrado en su lejanía, que contiene en sí la posibilidad de abrirse como una flor matutina, mostrarse como un arcoíris. En la espera de nuestras habitaciones, el futuro es el anuncio de una aproximación o una aparición. En la tenebrosa línea del horizonte de nuestras habitaciones colmadas de libros, un día puede aparecer la sombra o la luz, el movimiento de una hermosa promesa. Un enemigo o un salvador, entretanto—en todo ese tiempo gastado por la interrogación y la duda—es necesario reventar nuestras ideas y  pensamientos, llevarlas hasta el umbral del adiós de la vida, precisamente en el momento en que dentro de nuestras habitaciones, por fin, se mueven oleadas de luces empapadas de esperanzas.

Vivir en soledad quizá es una actitud que amerita lo que padecemos. El gesto remite a antiguas y constantes actitudes del hombre desde el siglo XIII hasta nuestros días. Sin embargo es necesario esperar que aparezca alguna cura a este lado de la línea del horizonte: un estandarte, una silueta, una figura. Un ser temido y deseado.

Sólo al aire libre puede escrutarse el horizonte, sólo al aire libre puede distinguirse el límite y advertir que en todo límite o encierro late el más allá del límite. Las utopías, los sueños, el abrazo fraterno y solidario, el amor. Que en cada ser encerrado y solitario asoma el reto de la redención: reto en relación con lo que se presenta incierto y tenebroso, como la presente pandemia universal denominada Covid-19, por su  estructura genética y el fatídico  año de su aparición.

Cada adelanto tecnológico, cada avance en la información y en la comunicación nos acerca más a esta transparencia misteriosa de la redención. A este tipo instantáneo de comunicación fulgurante. Todos los signos se han invertido en función de este tipo de contacto, de esta irrupción del vencimiento en el corazón vivo de las cosas y de su desarrollo virtual.

El ciberespacio no es sólo una técnica en el sentido corriente y limitado del término. El mismo ha impuesto un ritmo contundente al habla y vida cotidiana. El ciberespacio está hoy día, más aún que los medios tradicionales de información, a punto de transformar todo el espacio público y privado de la humanidad. De forma casi instantánea, esta posibilidad instrumental de producción, de impresión, de conservación y de destrucción, ha transformado las estructuras jurídicas y, por tanto, políticas del hacer universal. Ya nadie tiene el mismo sentir de hablar después del envío de un mensaje. Ya no luchamos contra el espectro de enviar una información, sino de hacer presencia y dejar trazos fugaces e instantáneos en el  ciberespacio.

Con el ciberespacio ocurre lo mismo que con la trayectoria de la realidad: todo queda atrapado en un espacio de refracción y gesto diferido y letal. En un movimiento diferente de espacios, lugares y fechas, las palabras y sus efectos se invierten, lo mismo que sus movimientos. Con esta otra realidad virtual, además de conocer sus urgentes consecuencias, hemos pasado, dice Jean Baudrillard, de un extremo de la técnica virtual a la técnica como fenómeno extremo e hiperreal. Más allá de la red, ya no hay reversibilidad, ni huellas, ni siquiera nostalgia del mundo. Ya no hay archivos que borren mi ser en el desarrollo y auge de una pandemia universal.

El ciberespacio introduce en nuestras experiencias  de nuevas formas de vivir esos espacios. La telepresencia, las comunidades virtuales, las comunicaciones televirtuales, nos hacen experimentar nuevas formas de ser, no la simple presencia o estacionamiento en el mismo, sino una manifestación, una epifanía, una presentación contra el tiempo corrosivo de la posible destrucción del mundo.

El “giro virtual” ha sido decisivo. Se enlaza para unir, se elige para separar. Su intelección intenta progresar entre las imágenes y los modelos, entre los fenómenos y los “noúmenos”, y también entre lo real y lo virtual, intentando enlazarlos, comprenderlos, unificarlos y separarlos bajo el mismo sol de un monitor. La vía de elección de este medio, pretende separar claramente lo que corresponde a lo virtual de lo que es real. Rechaza definitivamente toda confusión y mezcla entre estos dos órdenes. Rehúsa inmediatamente las quimeras híbridas, los ídolos compuestos. Todo tipo de esperanzas en tiempo de catástrofes. Se esfuerza,  eso sí, en traernos de vuelta a lo real, abstrayendo del mundo virtual algunas señales y símbolos, huellas del infinito movimiento de los modelos y de las imágenes, testigos permanentes, restos muy reales de un espacio secular, inoperante y vacío.