Estas últimas semanas fueron infaustas y no tengo que recordar las razones, pues todavía palpitan. No me gusta teorizar sobre tragedias; me basta con el tormento que ellas provocan. La sangre habló de forma soberana, como para que entendiéramos de una buena vez su sádico mensaje. Tres vidas entretejidas por el mismo designio nos empujaron al justo lugar donde hemos llegado. Cuchillo en mano y armados de ira, salimos ahora a buscar culpables, esos que se esconden entre las malezas de nuestras propias apatías.
Emely, Dioskairy, Rosalinda y Fernelys, este último asesinado por un cura hace más tiempo, construyeron sus vidas sobre los escombros de una sociedad malograda, poblada de carencias, olvidos y silencios. Espejos rotos donde se miran tantos jóvenes de nuestros barrios, residuos de una sociedad infame que los seduce con aquello que les niega, haciéndoles pagar con su propia vida las baratas concesiones por las que se entregan. Esas muertes son eructos de un sistema atroz de violencia, exclusión y abuso.
Me aflige pensar que en mi país la niñez se acorta; que la pubertad es probada con experiencias inconfesablemente adultas y que la maternidad, más que una gracia deseada, es el costo de una adolescencia errante. Las cifras hablan: la República Dominicana es el quinto país de América Latina en fecundidad precoz con 98 adolescentes madres de cada 1,000 mujeres. Una de cada cinco entre 15 y 19 años ha tenido hijo o ha estado embarazada.
La adolescencia dejó de ser una etapa primaveral atestada de sueños y descubrimientos; es un trance crudo flagelado por una moral embustera que reclama pureza sexual cuando el mercado proclama la vida fácil, el lujo y el sexo libre; cuando los responsables del ejemplo son justamente los ausentes o victimarios; cuando como padres exigimos lo que no damos; cuando los medios y las redes suplantan la “formación” del hogar; cuando la vida familiar solo es un espacio para compartir techo o cuando el poder es usado para el lucro y la soberbia con la garantía de la impunidad y la desidia.
Esa avalancha de provocación aplasta mentalidades frágiles con poca o ninguna madurez para discernir sanamente y sin la cercanía o el ejemplo de un papá que oriente, apoye y ame. Así, los adolescentes de nuestros arrabales abandonan, sin contrapesos ni resguardos, los caminos correctos detrás de espejismos existenciales tan engañosos como frívolos. Es aquí donde el éxito material y la ostentación se enaltecen como paradigma decadente de los tiempos, desplazando la realización dilatada, esforzada y meritoria.
Sé de familias donde el “novio” de la hija adolescente es un don (adinerado y casado) de la edad de su padre. Una menor pobre y hermosa es hoy una condición apetecida por una piara de machotes que razonan con sus arrugados testículos porque lo único que les da algún valor es el dinero. Esos son los que les reclaman a sus hijas un proceder ejemplar mientras se llevan dos o tres adolescentes a las cabañas, desperdigan embarazos en la calle como comerse una fritura sebosa en cualquier esquina y convierten a sus amantes en prisioneras de sus caprichos y celos; bufones que se atreven a matar en defensa de la misma moral familiar que reniegan.
No busquemos peores culpables. Esas muchachas las matamos nosotros. Son víctimas de nuestras ausencias y anuencias. Nos hemos arrinconado en nuestras comodidades tratando de construir castillos de oro en la selva. Vivimos como un agrupamiento de gente temerosa, abstraída y convencida de que los demás no cuentan en nuestras decisiones de vida. Procuramos soluciones individuales a problemas colectivos. Vivimos cada vez más lejos de lo que confesamos ser, como si fuera posible edificar un proyecto de vida viable de espaldas al drama colectivo que nos golpea la puerta, ese que amenaza con derribarla mientras dormimos la siesta de nuestras complacencias. Lo siento, involucrarnos dejó de ser elección; es una obligación tan imperativa como salvar nuestra quebradiza supervivencia como sociedad. Nadie hará por nosotros lo que no somos capaces de hacer por nosotros mismos. Les hemos dejamos a otros decidir y ya el sol se pone sobre nuestra tarda inconciencia. ¡Que Dios nos ampare!