Tres años he tardado en ver frutos de una planta. Sembrar, debe ser una de las formas más efectivas de cultivar la paciencia. Y la planta sí que ha rendido frutos. No solo en términos de paciencia, también me ha dejado una gran lección.
Mi mamá tiene la hermosa costumbre de traerme flores, frutas, plantas y semillas de todos los lugares que visita. Ya le he dicho lo feliz que me hace y lo mucho que me halaga que me recuerde con flores. Un privilegio que me piensen y me asocien con la naturaleza y las noblezas de la vida.
Hace tres años papi y mami viajaron a Turquía. Una estadía de más de quince días, de orden como mandan esos lugares tan interesantes y distantes de nuestra cultura.
Al regreso, nos encontramos para contar regalos. Entre una lámpara vistosa, que no sé como se las arregló para traernos una a cada una de sus hijas, prendas bellísimas para las nietas, recuerdos emblemáticos y ojos turcos para colgar en casa, se coló una servilleta y una funda pequeñita amarrada en la boquilla.
Imaginen mi sorpresa cuando abrí aquella fundita y encontré semillas y flores secas de todo tipo. Imaginen también el asombro de mi papá cuando se dio cuenta que viajaron desde el otro lado del mundo con una bolsita llena de semillas secas que se prestaban para cualquier confusión y alarma en algún aeropuerto.
Entre el cargamento, mami trajo unas semillas de una granada que se comió en Turquía. La disfrutó tanto y se le pareció tan sabrosa que pensó en la posibilidad de que yo pudiera sembrarlas y replicarlas en el patio de mi casa.
Mami no se equivocó, pero la tarea no ha sido sencilla. Aunque las semillas fueron sembradas, la misión no ha sido fácil. Las granadas germinaron, la planta creció pero en un momento se estancó. Me tomó casi un año darme cuenta que la ramita flaca y endeble necesitaba un cambio de lugar para convertirse en una planta hermosa y enorme que se llena de flores naranja intenso, que parecen bailarinas.
Ya la planta tiene al menos veinte granadas que, como ejercicio de paciencia, me hacen esperar a que estén rojas y listas para comerlas.
Mi mamá no solo me regaló un hermoso recuerdo de un viaje que estoy segura que será inolvidable y que hemos perpetuado en el patio de mi casa, es mi primera planta con historia. Además, como todo con ella, me ha regalado una preciosa lección de vida que me cuenta que a veces solo falta cambiar de lugar para florecer y dar los más dulces frutos.