La obra de Dionisio de Jesús descubre la palabra como hecha de la nada, algo que está vacío. Es, pues, la palabra de fondo, la palabra que no se nombra. El significado que adquiere esta palabra de fondo es el de lo sagrado y su virtud de lo irreductible, el silencio. Palabra que no puede ser dicha porque tiene todas las significaciones y, en la medida que reconcilia el ser con el mundo, es otra palabra, o ninguna. Esa fusión o vislumbre es de talante místico: no se trata de mostrar sino que se conceptúa como la posibilidad de mostrar.

La experiencia mística, es sabido, no siempre ha sido bien vista por la Iglesia y el amor-pasión en Provenza fue tenido por herético o aliado a la herejía. La civilización—sostendrá por su parte Freud—sólo es posible a partir del sometimiento de los instintos o, como él lo precisaba, de la sublimación de la libido. Toda la civilización occidental—ha demostrado Marcuse—ha sido, en tal sentido, represiva: desde Grecia, el mito predominante ha sido el de Prometeo, esto es, la cultura como permanente esfuerzo y sacrificio, como aceptación del “principio de la realidad”, mientras los mitos de Orfeo y Narciso eran marginados, esto es, la cultura como plenitud y contemplación de lo sensible, como exaltación del “principio de placer”. Estos últimos mitos implicaban, como señala Marcuse, la redención del placer, la detención del tiempo, la absorción de la muerte, un orden sin represión, y es significativo que sea a partir del romanticismo cuando se convierten en una fuerza liberadora.

En cualquiera de sus manifestaciones, en verdad, a la pasión se le ha visto con desconfianza, lo que apenas oculta una desconfianza más profunda en el ser mismo del hombre: abandonado a sus propios impulsos, éste estaría condenado al pecado o a la barbarie. Por eso la pasión, en Dionisio de Jesús, es siempre una desmesura:   no se somete a las normas coercitivas, sino, que las transgrede.

Nuestros grandes arquetipos eróticos han sido las pasiones trágicas, que se devoran a sí mismas; aun lo son las experiencias eróticas extremas que conducen al libertinaje o lo proponen como transgresión del amor mismo (Sade, Artaud, Lautréamont, Bataille). Con razón ha escrito Octavio Paz: “La relación entre cuerpo y no-cuerpo asume en las obras eróticas europeas la forma: tortura y orgasmo”. ¿No decía Baudelaire que el amor se parecía a una “tortura” o a una “operación quirúrgica” y que aun en los amantes más apasionados habría uno que sería la víctima y el otro el verdugo?

En efecto, en Dionisio de Jesús, la experiencia de lo trágico reside en la escisión entre cuerpo y alma, que, a su vez, es el resultado de otras escisiones, y la consiguiente represión del cuerpo.

¿No se trata, entonces, en este caso, de rebajar al cuerpo y aun de mostrarlo, en las situaciones más abyectas: una suerte de demonismo y resabio metafísicos?

El erotismo, en este poeta, es una forma de pasión, no sólo porque el instinto puede llegar a ser una forma superior de sensibilidad y aun de sabiduría del mundo, purificando al individuo de desviaciones “subliminales”, sino, también, porque la conciencia intuye que en la relación erótica se dirime su propia relación con el universo, la vida y la muerte. 

“Soy la carne del verbo y el verbo con nombre de mujer. He sido nadie en los confines del manjar en espera,/En este rictus donde el placer sabe a muerte/ Y la memoria se escribe en la carne atormentada”. (p.207).

La búsqueda de toda plenitud y de la unidad perdida se proyectan, en esta poesía, a la vez como un impulso generador y como su imposibilidad. La pasión, pues, se impone a la lucidez: nunca deja de reconocer sus límites. Pero no por ello deja de ser demoníaca (Dionisio de Jesús es el poeta que habla “el lento idioma indomable de la pasión por el infierno”): enfrentada a sus límites, a lo efímero, la continua muerte, no vive sino de la transgresión permanente. Esa transgresión es múltiple: de orden vital, no parece realizarse sino en el desorden, en el riesgo extremo. (“Moldeado ha sido el ojo/ Literario del caos”, p.144); de orden ético y social, tiende a desenmascarar toda norma, todo poder, y glorificar el mal (“Y mi hermano trafica perdones como la prostituta/Su placer en la casa de dios”, p.177); aun vive de un radicalismo más esencial: desafío al tiempo y a la propia muerte. Lo que finalmente busca Dionisio de Jesús es hacer de la intensidad y de la pasión una suerte de divinidad invulnerable. Su relación con Dios son medidas por este extraño hecho: la parte de su obra donde el erotismo está más directamente presente, es también aquella donde Dios desempeña el papel más activo. En los textos donde aquel que se hace llamar por turnos el Creador, el Todo, el Divino, el Celeste, se entrega a la orgía y al más crapuloso desenfreno, la intención visible es asociar lo que hay más alto a los actos que el hombre considera más vergonzosos. Intención visible, y que sin embargo, permanece misteriosa. Sobre tales escenas flota el recuerdo ahogado de una historia degradante, y en esta degradación, todo se hunde; pero al mismo tiempo, en el fondo de esta degradación, parece que se ha sentido una superación infinita, una posibilidad sobrehumana, que no puede expresarse, sino por la evocación de una irreductible trascendencia. Dios cayendo en la ebriedad, cayendo en la prostitución, es, sin duda, la mujer que habiéndose entregado a estos estados inmorales, intenta arrastrar allí la moral suprema para que ésta, destruida, no la pueda juzgar. Pero es también nuestro poeta quien atribuye a estos estados un significado trascendente, reconociendo ahí el equivalente de la visión divina.

En el Brando Liquor Sotore te me hiciste presente:/Esa perversa muchacha que me mira, abriéndome el deseo,/Me alerta que está muy cerca tu venida, Señor.” (p. 55)