Es un hecho ya consumado. El enfant terrible de la derecha norteamericana es hoy, contra todo pronóstico, el presidente electo de los Estados Unidos de América. Dejó de ser un magnate inmobiliario con ínfulas de celebridad mediática para convertirse en presidente y comandante en jefe de la potencia militar, política y económica más poderosa sobre la faz de la Tierra. Tamaño desenlace a tan sórdida campaña presidencial.

No sorprende entonces que los ojos del mundo graviten hacia Trump Tower — torre de Babel desde donde el Leviatán de Manhattan comienza a armar el rompecabezas de la administración que a partir del 20 de enero de 2017 habrá de encabezar a beneficio o detrimento del planeta. El tiempo dirá.

Y aunque el proceso de transición liderado por el Berlusconi dorado aún no da muestras de coherencia, ni mucho menos ofrece pistas suficientes para siquiera atisbar con claridad la ruta que delimitará el recién electo presidente en materia de política exterior, es evidente que la relación entre Washington y la América Latina con toda probabilidad sufrirá modificaciones importantes con graves consecuencias hemisféricas.

Tanto la construcción de la muralla al sur del río Bravo, la deportación en masa de millones de latinos indocumentados, así como la anulación de NAFTA y del DR-CAFTA y la imposición de un arancel de 35% sobre las importaciones mexicanas, constituyen el catálogo de propuestas principales del presidente electo Trump con respecto a la América Latina.

Añádasele a lo anterior, su aparente intención de dejar sin efecto los tratados bilaterales de libre comercio con Chile, Colombia, Perú y Panamá; su inclinación a suspender gran parte de los programas de inversión estratégica en El Salvador, Guatemala y Honduras; su desentendimiento del compromiso contraído por la administración Obama con el gobierno colombiano de aportar $450 millones para viabilizar la transición post-conflicto con las FARC; y su alegada promesa de revocar las órdenes ejecutivas firmadas por el presidente Obama que sirven de telón de fondo jurídico al deshielo entre Cuba y los Estados Unidos y estamos, pues, ante una situación explosiva con consecuencias francamente perniciosas para el hemisferio.

¿Y por qué perniciosas?

Porque desembocarían en el empobrecimiento tanto de las economías latinoamericanas así como de la norteamericana, y en específico en la devaluación progresiva de las monedas de la región, en la disminución del enorme capital que presuponen las remesas que los emigrantes envían a diario a sus países de origen (sobre $65 billones anuales) para re-invertir en esas economías, en niveles más bajos de competitividad, producción y crecimiento a lo largo del hemisferio, propiciando así la inseguridad e inestabilidad política en la región del mundo que por su proximidad geográfica a los Estados Unidos es, sin dudas, imprescindible en la estrategia de seguridad nacional de Washington.

Resulta francamente irónico que tal discusión tome forma hoy, cuando ni demócratas ni republicanos pueden negar que el 25% del tráfico comercial de los Estados Unidos va hacia la América Latina; que los mercados latinoamericanos absorben más de la mitad de lo que se produce en los Estados Unidos; que los empresarios norteamericanos exportan a los mercados latinoamericanos 3 veces más de lo que exportan a China; y que países tales como México y Brasil figuran consistentemente entre los primeros 10 socios comerciales de los Estados Unidos a nivel mundial.

Ante realidad tan irrebatible, bien haría el presidente electo Trump en entender que lo de Estados Unidos con la América Latina es un matrimonio sin posibilidad de divorcio. Tanto la geografía así como la geopolítica y los mercados han conspirado, desde mucho antes que Jefferson redactara la Declaración de Independencia en 1776, en hacer de esa una vecindad a perpetuidad — vecindad que desde la óptica latinoamericana ha estado matizada, las más de las veces, por los fantasmas insepultos de la Doctrina Monroe y del Destino Manifiesto.

Lo de Trump, pues, constituye el más reciente capítulo de una larga narrativa de desencuentros que arranca desde antes del faux pas del presidente John Quincy Adams hacia Bolívar en el Congreso anfictiónico de Panamá (1826) y que va cogiendo forma con la amputación de México (1846-48) a manos de la administración de James Knox Polk, la invasión de Cuba y Puerto Rico a raíz de la relampagueante guerra hispanoamericana regenteada por los Rough Riders de Teodoro Roosevelt (1898), las incesantes ocupaciones militares contra Nicaragua (1912), Haití (1915), República Dominicana (1916 y 1965), Granada (1983), Panamá (1989) y las abiertas y más recientes agresiones contra la estabilidad interna de Cuba, Guatemala, Chile, Brasil, Argentina, Uruguay (entre otros episodios) como corolario del cálculo geopolítico de la Guerra Fría.

En el análisis final, será la incontenible fuerza del real politik la que en este incierto periodo que se avecina dictará las luces y las sombras de una vecindad de la cual ni el propio Trump podrá renegar.

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Rafael Cox Alomar es profesor de Derecho en la Universidad del Distrito de Columbia en Washington, DC.

@rcoxalomar