“Esas raíces se encuentran frecuentemente también en mi mismo, en mi actuar cotidiano. La bomba H es una realidad en nuestras almas” (Ernesto Cardenal)
Nos cuenta el teólogo brasileño Leonardo Boff, que estaban dos rabinos sentados en el mismo barco, cada cual con sus preocupaciones acerca del futuro de la tierra. De repente uno de ellos notó que en un lado había un agujero y entraba mucha agua. El rabino alarmado dijo: hermano, hay un agujero en su lado y está entrando mucha agua. El otro le respondió: “No se preocupe, es sólo en mi lado”. No sabía que el agujero de su lado era el pequeño pretexto que el agua necesitaba para hundir todo el barco.
Al contemplar la violencia que avanza sin frenos para hacerse dueña del país y el nivel de inseguridad que venimos acumulando en progresión geométrica, sólo nos queda admitir que vamos hacia un naufragio sin precedentes. En el tiempo por venir, preñado de incertidumbre, estaremos disputando el puesto que ocuparon Guatemala, El Salvador, Colombia, México. Y no nos servirán, el aumento del número de guachimanes para cuidar el bienestar y el sueño placentero de los que han tenido éxito en la vida. Tampoco bastará que la oligarquía poderosa cree una policía paralela al estilo de “autodefensa”, para cuidar familia y bienes; ni los famosos programas de Barrios Seguros o las iglesias haciendo marchas por la paz o la aplicación de otras tantas anestesias y calmantes que venimos inventando, como si fuéramos miembros de algún círculo científico de la industria farmacéutica. No debemos pasar por alto, que el dolor por razones obvias, hay que buscarles las causas. Y el dolor en la sociedad, como en el enfermo, no se resuelve con calmantes, mientras las bacterias atacan y se multiplican o los virus se replican velozmente, gracias a las circunstancias epidemiológicas que los favorecen (ambiente, agente y huésped).
La violencia en nuestro país tiene variados enfoques, explicada por un sin número de especialistas. No faltan quienes han querido explicarla de manera superficial buscando chivos expiatorios para justificarse o justificar el medio donde viven, plagados de privilegios. Sin embargo, nadie ha podido negar que existe una violencia institucionalizada contra el pueblo. Un pueblo donde “las fuerzas de la muerte se han hecho sistema social que margina al pobre”, como bien señala el teólogo peruano Gustavo Gutiérrez, y es deber de quien escribe recordarle a tantos que “el pueblo no tiene vocación de mártir” (Luís Espinal), observando que “el lujo de unos pocos se convierte en insulto contra la miseria de las grandes mayorías” (Juan Pablo II).
Se da entonces un choque de fuerzas. A la violencia de los de arriba se opone la violencia de los de abajo. Acción y reacción. No obstante, esa expresión de los marginados es multifacética y rompió la frontera del territorio que habíamos calculado. Ya no es en el barrio como pensábamos antes, donde reside la violencia. No, es en toda la ciudad, el barrio y el campo. No hay espacios exclusivos, estamos en metástasis. Son las reacciones naturales frente a la marginación, el desempleo, falta de oportunidades, incumplimiento de sueños y metas, necesidades básicas inalcanzables convertidas en trofeos de largas luchas y carreras que se lleva la vida. Y es que tiene razón el axioma de Capistrano Abréu: “El pueblo fue castrado y recastrado, y sangrado y resangrado”.
Es obvio, tiene que ser violenta una sociedad donde la corrupción administrativa deja pérdida al Estado de más de 300,000 millones cada año, según afirmó el ex Presidente Leonel Fernández. Y no nos debe asombrar la violencia, si muchos funcionarios al terminar un gobierno se van a sus casas tranquilos a disfrutar de sus fortunas robadas, y no son tocados ni con el pétalo de una rosa. Sin embargo, para ridiculizar nuestra falsa moral, las cárceles están llenas de infelices y miserables de la suerte, que cometieron nimiedades condenadas por la ley que otros cosieron a su medida, mientras esos tutumpotes se pasean en yipetas, y se las pasan de Punta Cana a Playa Dorada, de un Resort a una Casa de Campo, vacacionando entre Miami y Europa. En tanto, los desclasados mastican frustraciones, y rumian la impotencia ante un paredón social que no puede garantizarle su canasta básica familiar, de unos RD$30,149.07, según el Banco Central. Mientras, el salario mínimo del sector público y privado ronda entre RD$ 5, 117.50 y RD$ 11,684. No hay respuestas.
No se le puede pedir a una sociedad que sea menos violenta en donde 70 o 75 mil agentes militares portan armas de reglamento, y más de 150 mil civiles de manera legal; y más preocupante seria el panorama, si añadimos a la sumatoria imperfecta, más de 700 a 800 mil civiles portando armas de manera ilegal, gracias al tráfico que existe en la materia, y a ese imaginario colectivo que ha convertido en necesidad fundamental el porte de armas, incidiendo en el manejo de conflictos sociales con resultados de epidemia Esto nos dibuja un cuadro en blanco y negro, en que por cada 10 dominicanos existe un arma de fuego, y con frecuencia la porta, la persona menos incapaz.
Tiene que ser violenta nuestra sociedad, que ha entronizado en nuestras comunidades un estilo de vida “Made in U.S.A”, como mecanismo de defensa. Y entonces ese consumismo vendido por todos los medios de información y las redes sociales, choca con una frustración cotidiana que nos derrota. Entonces, nos toma por asalto el espejismo maquiavélico de llegar a tener cosas, que debemos obtener por cualquier medio ilícito. Es una de las razones del floreciente tráfico de drogas, que no ha dejado un solo sector sin contaminar, casi al punto de convertirnos a todos en sospechosos. Y el narcotráfico, todos lo sabemos, se basa en la violencia.
Como sociedad, estamos en cuidados intensivos. Es hora de pensar y repensar los tratamientos y prescripciones, aprender del camino andado y desandado, reaprender y desaprender, pues “cuando el remedio, no cura la enfermedad, entonces hay que curar al remedio para que este cure al enfermo” (Padre Vieira).