Asocio mi niñez con carretera. Y con ello, me invade una felicidad tremenda. Los paseos largos por carretera son un recuerdo constante en mi memoria. Y las remembranzas más felices casi todas tienen carretera en ellas.

Recuerdo, por ejemplo, un viaje a la frontera que hicimos mis papás y mis hermanos con mis tíos y primos de Puerto Plata. No tengo claro cuántos días rodamos desde Puerto Plata hasta Dajabón; tampoco se con exactitud la fecha, aunque estoy segura que por lo pequeña que estaba, debió ser en los 90. Mao, Montecristi, Loma de Cabrera y cada rinconcito donde quisimos pararnos, lo hicimos.

Sin lujos, sin muchas pretensiones más que la comodidad, pero la familia completa, juntos y todos felices, eso sí lo conservo muy claro en mi memoria.

Mis viejos, que siguen siendo grandes viajeros y que todavía toman carretera a voluntad, se ocuparon, sin proponérselo, de que conociera casi el país completo. Cualquier viajecito era una oportunidad de conocer, de explorar, de avivar la curiosidad y alimentar la imaginación.

Hace meses me recordé en la autopista Duarte, bien pequeñita, regresando quizás de uno de los viajes habituales a Nagua, en los que nos llevaban a darle vuelta a los abuelos, mirando por la ventana y leyendo cada letrero en todo paraje que cruzáramos de camino. En uno de esos regresos, le insistí a mis papás que quería bañarme en el río Jima. Había leído el letrero en el lugar y curiosidad de niñita, o capricho de la más chiquita de la casa, insistí hasta que los convencí.

Sin ensayo, sin mucho planificar y sin mucho análisis, mi papá detuvo el Nissan Sentra rojo que teníamos, mi mamá improvisó en el mismo lugar para ponerse un bañador y me metieron al agua. Complacida y feliz, regresamos a casa.

La entrada a Puerto Plata, donde atesoro mis mejores recuerdos de niñez en casa de Nelson y Mary, era todo un evento. Mi papá entrando al túnel y tocando bocina para que el eco resonara en aquel lugar. Reducía la velocidad y yo intentaba sacar la cabecita desde atrás del asiento de mi mamá, para gritar mi nombre a todo pulmón y reírme con la respuesta del eco. Imperdible.

Aquel desenfado y ese sentido de ser libres, me disparó la nostalgia a tope y con cierta envidia, hasta me cuestioné. Porque uno sí que se complica en estos tiempos para salir a vivir la vida.

Irónicamente, si yo analizara, la situación económica y social de mis viejos, aunque en tiempos muy distintos, era mas complicada que la mía. Aunque ya esos tiempos no eran precarios, como los del clandestinaje que les tocó vivir a mis hermanos, podría ser justa y estrecha si la comparáramos a la actualidad. Sin embargo, papi y mami, sin saberlo, me concedieron ese hermoso regalo de vida que hoy, a mis 41 años todavía aprecio y valoro con el alma.

No se trata del paseo. El recuerdo indeleble que ha quedado para siempre en mi memoria, supera todo con creces. La sonrisa que se dibuja hasta en mi corazón cuando me recuerdo sentada en el asiento trasero entre mis papás, sonando un casette de Tatico o uno de Perales que le encantaba mi mamá, no la puedo describir.

Con el recuerdo de aquellos años y ese sabor a libertad maravilloso que ha traído a mi memoria, me he propuesto concederme a mí, a mis hijos y a mis seres queridos, la tarea de gestionarme siempre esa dosis de carretera que la vida requiere y que el alma necesita.

Me he comprometido conmigo misma a salir sin tantos planes y a darle prioridad al momento mientras uno tenga salud. Darle más espacio al desenfado con la única intención de pelear por la libertad que uno merece y por la que tanto se ha luchado. Y con ello, quizás regalarle a mis hijos el mismo sentimiento que ocupa mi corazón cuando esos recuerdos me invaden.