Frente a las filosofías especulativas o contemplativas, la filosofía pragmática postula que la verdad del conocimiento reside en la acción, en la utilidad práctica de las cosas, y que esta acción o praxis constituye, en definitiva, el criterio de la verdad. De este valor práctico se deriva la búsqueda de la confortabilidad como principio de felicidad.
Reconozco que esta filosofía, nada profunda e incluso banal, ha sido sumamente exitosa en nuestra época y ha cosechado un éxito mayor al de otras filosofías. No obstante este éxito, considero hoy necesaria la crítica del pragmatismo como principio de conocimiento y del utilitarismo como su corolario ético. La crítica seria del afán de confort, convertido en ratio fundamental de nuestra “civilización materialista” (como gustan de llamar a la modernidad los cristianos), es una de las tareas pendientes de la filosofía actual.
Impugnar el pragmatismo utilitario de nuestro tiempo no significa impugnar el sentido práctico, siempre conveniente en la vida, en favor del puro conocimiento teórico. No significa negar la acción para afirmar únicamente la contemplación. Tal sería lo propio de una filosofía meramente contemplativa, especulativa, desligada de la necesidad de actuar en el mundo. Acción y contemplación constituyen una dualidad permanente que desdobla nuestras vidas. Ahora actuamos y un segundo después contemplamos. Para vivir es indispensable cultivar un sentido práctico de las cosas. Esta habilidad nos ayuda a enfrentarnos al mundo, a orientarnos en él y a resolver los agobiantes problemas concretos de la existencia. Aun así, esta no es la única, ni siquiera la más relevante dimensión de la existencia humana.
Hay quienes venden su alma al diablo para disfrutar de fama, riqueza y poder; hay quienes optan por vivir una vida frugal, austera, de espartano rigor. En la moderna sociedad de consumo, sin embargo, todo parece sacrificarse al imperativo del confort: tiempo -para los hijos, para la pareja, para uno mismo-, dinero, sueño, energías. Esta búsqueda afanosa del bienestar material, o este empeño tenaz en mantenerlo, hace de la vida cotidiana un incesante sufrir inconvenientes y molestias: pagos, diligencias, embotellamiento del tráfico, horas extras en el trabajo o el negocio… Es preciso reiterarlo: el tiempo, la vida misma se nos va en cositas insignificantes. Tenemos que hacer esto y aquello y lo otro. ¿Dónde, cuándo logramos disponer de un momento verdaderamente feliz, pleno? Para acceder a un mejor nivel de vida y de consumo, tenemos que trabajar hasta reventar. Y así deterioramos nuestra calidad de vida, vivimos peor y vivimos menos.
Si meditamos bien en torno a ello, podemos descubrir entonces esta curiosa paradoja: para gozar de mayor confort, debemos trabajar y producir más, y trabajar y producir más supone menos descanso y tiempo libre, es decir, menos tiempo para nosotros mismos, menos bienestar espiritual. Esta mecánica absurda se repite sin cesar y reproduce toda una civilización fundada en el engaño y el simulacro. En el fondo, se nos tiende una trampa y caemos en ella.
Aclaro, para evitar malentendidos, que no rechazo la vida cómoda como tal, ni condeno a quienes la prefieren; tampoco glorifico la vida dura y áspera. ¡Lejos de mí esto, como si ya de por sí no bastaran las tantas molestias e incomodidades que a diario sufre uno en este país! Yo mismo reclamo cierta comodidad para poder escribir en calma estas líneas sobre la vida cómoda. De modo que, siendo sincero, no podría rechazar el placer que ella me ofrece. Tan sólo me insurjo contra la tendencia, hoy cada vez más acentuada, a situar el confort por encima de cualquier otro valor vital, consagrándole nuestras mayores fuerzas y energías.
Si bien es necesario un mínimum -o quizá poco más de un mínimum- de confort para pensar y crear, un máximum de confort no hace bien a la vida del espíritu (al intelecto o a la imaginación creadora), que debe acostumbrarse a las asperezas del vivir, sino que la empobrece o la vuelve indiferente e insensible.
La vida demasiado muelle es un narcótico para el espíritu y una anestesia para los sentidos: a aquel lo entontece y a estos los embota. Todos la deseamos, todos vamos afanosamente tras ella. Sin embargo, hay que saber que nada realmente heroico o grandioso puede salir de ella, nada que eleve o trascienda el espíritu, salvo tímidas medianías. No conozco obra o acción memorable que no haya exigido grandes sacrificios, venciendo escollos y dificultades, desdeñando y apartando comodidades burguesas. Nietzsche, el anticristiano Nietzsche, advierte que a un filósofo se le reconoce en que se aparta de tres cosas brillantes y ruidosas: la fama, los príncipes y las mujeres. Al apartarse de estas cosas, se consagra a lo que llama el "ideal ascético" de vida, que ataca sin piedad. Ortega, por su lado, destaca el heroísmo intelectual como característico del filosofar. Coincido con él en este punto, con dos salvedades: que ello incluya al saber trágico y que ese rasgo notable se aplique también al poetizar y al crear.
Al llegar aquí remito al lector a las Escrituras. El joven rico del Evangelio de Marcos no se atrevió a seguir a Jesús. Quería seguirle, pero no estaba dispuesto a pagar el precio de tal seguimiento: la renuncia total a su riqueza y su entrega a los pobres. Marcos nos dice que aquel joven no siguió a Jesús porque era muy rico. En realidad, el obstáculo que lo impedía no era sólo la riqueza sino el bienestar que ella trae consigo. Como todo rico, vivía cómodo, tenía su vida hecha, segura, tranquila; gozaba de comodidades a las que no quería renunciar, ni siquiera por seguir al mismo Jesús. Seguir a Jesucristo era una exigencia demasiado radical: significaba sencillamente dejarlo todo. Para el joven rico, eso hubiera supuesto no poseer ya nada, pues se lo habría dado todo a los pobres, soportar carencias y estrechez material, andar errante de pueblo en pueblo siguiendo al Maestro; en fin, sufrir infinitas incomodidades a las que no estaba habituado. Tenía la vida, la vida plena y eterna a su lado llamándole a seguirla y la dejó pasar para siempre.