El país está viviendo un momento crucial. No es hora de preocuparse por la tasa de inflación, ni el déficit fiscal, y consiguiente endeudamiento. Ya tendremos tiempo de ocuparnos de ello. Ahora la cuestión es lograr que la gente pobre permanezca encerrada en sus hogares y no se muera de hambre.

Las medidas de corte monetario y financiero que el gobierno ha adoptado pueden ser positivas, pero de limitada eficacia. Poco se gana con que los bancos tengan mucha liquidez y baja tasa de interés si temen prestárselo a empresas que no encuentran a quién venderle, o si la propia empresa no lo toma por temor a perderlo.

Las medidas del área fiscal son también positivas, pero han llegado por el lado tributario, en que pueden ser poco eficaces pues cuando vengan a llegar a los pobres puede ser tarde. Además, indigna a la población que normalmente tienden a proteger a la empresa, presumiblemente con la idea de preservar el empleo, pero pocas empresas estarán en condiciones de seguir pagando una planilla salarial si no están produciendo, porque no tienen clientes o insumos.

En definitiva, al más puro estilo keynesiano, tienen que venir por el lado presupuestario. Y preferentemente, directo a los hogares, a los grupos vulnerables. El Gobierno tiene que aumentar rápidamente el gasto público, justamente cuando menos ingresos percibe, lo que equivale a generar más déficit. Pero peor es no actuar.

Primero, hay que poner más dinero en salud, comprando urgentemente todos los insumos y equipamiento que se necesiten para que los médicos y enfermeras no trabajen a mano pelada, para que la prueba del COVID 19 pueda realizarse en todos los hospitales públicos. Y que se pueda hacer con rapidez, al alcance de todo el que genere razonables dudas. Parece ser que ahora el tiempo de espera desespera.

Probablemente, según análisis que hagan las autoridades de salud sobre requerimiento, todos los hoteles del Estado deban ser dotados de equipamiento mínimo y convertirse en centros de aislamiento de enfermos o sospechosos. Incluso adquirir o arrendar, aunque sea usando el poder coercitivo del Estado, hoteles privados fuera de los centros turísticos en las ciudades en que el Estado no tenga.

Pero lo más urgente es aumentar el gasto en protección social. Para toda la gente pobre que trabaja en el sector informal, sugiero acreditarles, por medio de la tarjeta solidaridad, una transferencia monetaria urgente por un monto equivalente al salario mínimo público, con la condición de no salir de sus casas. Esto tiene que llegar a los choferes, aunque sea recurriendo al mecanismo del bono gas, y a los motoconchistas. 

Para los que trabajan en el sector formal, es preciso que sigan cobrando. Para ello puede optarse por diversas alternativas. Por ejemplo, el Gobierno puede llegar a acuerdo con ASONAHORES y eventualmente otros sectores, para que el fisco les pague la mitad del sueldo, excepto a los ejecutivos, con la condición de que las empresas cubran la otra mitad.

Otra opción puede ser que las empresas suministren al Gobierno el listado y cuentas de nómina de los cesantes y éste les pague el equivalente a un salario mínimo.  Se discute la cuantía de esta transferencia, que no alcanza ni siquiera el valor de la canasta familiar del quintil más bajo, pero de lo que se trata es de garantizarles un ingreso mínimo a todos, para que puedan vivir sin salir de sus casas. Además, en las circunstancias actuales la canasta es más baja que en condiciones normales, para todos, incluso los más pobres, pues el consumo tiende a restringirse a lo imprescindible.

El dinero tiene que aparecer. Los organismos internacionales y algunos gobiernos están diseñando financiamiento de emergencia, pero ni eso se puede esperar, pues esa burocracia es lenta. Mientras tanto, el Tesoro puede tomar un préstamo urgente del Banco de Reservas, con refinanciamiento del Banco Central. Las autoridades saben cómo hacer los arreglos institucionales para ello; y también cómo afrontar o minimizar los efectos macroeconómicos adversos.

Lo ideal es que las medidas se limiten a un mes, para evitar que lleguen vigentes a las elecciones y se usen como instrumento clientelar. Pero muy probablemente haya que extender el período. Errores se van a cometer, e injusticias también, y lo peor, que algunos vivos terminen sacando provecho personal. Pero el error mayor es dejar pasar el tiempo. La emergencia puede excusar los pecados veniales. Lo que no se puede perdonar es la corrupción ni el uso politiquero de la desgracia humana.