Después largos años de participar en la vida política como “chivos sin ley”, beneficiándose individual y colectivamente de los tesoros de una tierra de nadie, partidos y dirigentes políticos pretenden agarrarse de  la fórmula mágica del “consenso” para arreglar todo lo que hasta ahora no ha funcionado  en la política, en los partidos, en la conducta de los políticos, en las elecciones y en la democracia dominicana.

Todo indica que en esto de la ley de partidos se trabaja con “tacto político” para crear “una ley amigable” hecha a la medida para la partidocracia dominicana, en vez de crear una legislación aséptica que sirva para el fortalecimiento de la democracia y que demande de los partidos la capacidad para adaptarse a la “nueva política”. 

Pareciera que de lo que se trata de es de procurar “un equilibrio” beneficioso, un “reparto justo” para todos los partidos, principalmente para los más grandes y entre ellos el partido en el poder. Por lo que “se lee y se escucha” se tiene la impresión que la opinión de sus líderes cuenta mucho, quizá un poco más que la de otros líderes políticos e instituciones y miembros de la sociedad civil.   

De ahí el preludio de “consultas selectivas”, acuerdos, pactos, arreglos y componendas que “procuran bendecir a posteriori un compromiso que ya luce negociado “entre gobierno, partidos y líderes políticos”.

La “metodología” ha servido de pretexto para justificar el punto muerto en que se encuentra el proyecto de ley, que se encuentra empantanado en la “trampa del consenso”. Un consenso incompleto, que bien puede considerarse como “una forma carísima de organizar la irresponsabilidad”. 

Si de “pensar juntos” se trata, la prioridad no la constituye una Ley de Partidos Políticos, sino que resulta tan, o quizá más, urgente el insistir en la necesidad del diálogo y el acuerdo sobre temas fundamentales que afectan a la gobernabilidad del país y otros tantos “temas mayores” que exigen respuestas y soluciones responsables del gobierno y de todos los partidos políticos.

Si bien es cierto de que el hecho de sentarse a la  mesa para organizar la extremadamente desorganizada “comuna política nacional” es más que necesario, no es menos cierto que persiste una percepción de la política dominicana como una arena de conflicto en la que los actores principales (los partidos y sus líderes) andan “jalándose la greña”.

En esas circunstancias, la posibilidad de alcanzar consensos serios y de beneficio colectivo es muy remota, a menos que no sean algunos consensos irrelevantes o que “benefician a las partes consensuantes”. 

La incredulidad en el consenso se acrecienta en la medida que es un hecho el que muchos de los “comisionados consensuantes” exhiben conductas políticas disfuncionales tales como su apuesta permanente a la “dictadura de la mayoría” que impera entre los legisladores oficialistas. Resulta imposible creer, entonces, que esos mismos hayan pasado tan pronto por una “conversión” que hoy los presenta como “dialógicos, consensuantes y democráticos”. 

Coincido con la filósofa y politóloga belga Chantal Mouffe en que la democracia  no significa llegar al consenso a toda costa. Pero si uno quiere democratizar algunas dimensiones del sistema, necesariamente tiene que confrontar ciertos intereses. “La creencia en la posibilidad de un consenso racional universal ha colocado al pensamiento democrático en el camino equivocado”.

En lugar de intentar diseñar “instituciones” que, mediante procedimientos supuestamente “imparciales”, reconciliarían todos los intereses y valores en conflicto, la tarea de los teóricos y políticos democráticos debería consistir en promover la creación de una esfera pública donde puedan confrontarse diferentes proyectos políticos de interés público.

En el caso de la Ley de Partidos Políticos, que “vive y muere” en cada ‘legislatura’, cabe preguntarse: ¿quiénes son los protagonistas? ¿Quiénes dialogan o consensuan? ¿Sobre qué se dialoga o se consensua? ¿A quiénes representan? Son muchas las preguntas que esperan por respuestas.

Esta forma de establecer consenso no incluye procesos abiertos de participación ciudadana, sino a grupos en situaciones de privilegio que protagonizan un “consenso de interesados” que acaba tomando en cuenta  a unos pocos, realmente muy pocos, siempre sujetos sospechosos por sus privilegios y porque que están entrenados en el arte de enredar.

La política se ha hecho cargo del consenso para someter a la sociedad a los caprichos del orden político mediante el orden público. Más allá de un consenso de élites políticas los ciudadanos deben demandar un consenso sobre asuntos esenciales para el desarrollo de la vida social.

El  “consenso entrampado” de la ley de partidos tiene mucho de “juego político”. Esto debe alertar a los ciudadanos. Y llama también a rescatar los beneficios democráticos del disenso.