Una de las principales demandas de los movimientos feministas, en general, es la de la tipificación como delito autónomo del feminicidio, demanda que suele ir acompañada del discurso populista de mayores penas y recortes de garantías. Las mujeres feministas parecen tener demasiada fe en el Derecho Penal.

Es cierto que se trata de casos horribles, estremecedores, que deben y tienen que ser evitados, como todas las muertes violentas. Las preguntas son, no obstante, si es con el poder punitivo como lo vamos a lograr (1), o si existe ya, en todo caso, una respuesta penal efectiva que contribuya a restaurar el orden social quebrantado (2). Contestando a lo último, desde siempre hemos tenido la figura del homicidio, con una pena de hasta 30 años.

Para responder lo primero, es necesario echar una mirada a la teoría penal, en la que es bastante lo que se ha argumentado acerca de la finalidad de las penas. Que si ameritan perseguir fines retributivos, preventivos, dentro de la prevención especial, fines resocializadores, o una mezcla de todos estos. No admite dudas, sin embargo, que el derecho penal, a través de las penas, es el medio de control social por excelencia, el que también opera en el marco de una clara selectividad.

El fin preventivo de la pena, el más socorrido, tiene como objetivo disuadir a los individuos de que ejecuten el comportamiento legalmente prohibido

Pues bien. El fin preventivo de la pena, el más socorrido, tiene como objetivo disuadir a los individuos de que ejecuten el comportamiento legalmente prohibido, de manera tal que cada persona, conociendo las consecuencias que supondría una determinada actitud desviada de la norma, se abstendría de incumplir lo que dispone el ordenamiento jurídico.

Pero todas y todos sabemos que esto no es tan así. O no existiera la reincidencia y nadie estuviera preso. El comportamiento humano es sumamente complejo y está condicionado por factores culturales y sociales muy diversos, lo cual sería motivo de un extenso análisis que no me corresponde a mí hacer.

Acojo, entonces, la pregunta que plantea Daniela Zaikoski, siguiendo a Zaffaroni, en su ensayo Género y Derecho Penal: tensiones al interior de sus discursos: ¿cómo uno de los discursos más paradigmáticamente antidiscriminatorios puede verse envuelto en exigencias de mayor control estatal represivo ante la evidencia de la ineficiencia y de la extrema violencia que implica esta reivindicación?

Como ha señalado Zaffaroni, la sociedad jerarquizada no es solo machista, no es solo racista, no es solo xenófoba, no es solo homofóbica, sino que es todo eso junto. Por tanto, al resaltar un tipo de discriminación específica que el sujeto reconoce como más evidente o molesta, el poder consigue la división a lo interno del discurso antidiscriminatorio.

Enfocarnos, como feministas, en abogar por una transformación socio-cultural que vaya más allá de lo jurídico-penal, me parece más plausible y necesario. Somos sociedades profundamente enfermas donde los hombres también son víctimas del patriarcado. La idea del amor romántico, que es posesivo, egoísta, perturbador, violento, viene anclada a esa heteronormatividad que nos ha sido impuesta y que nos hace, en la mayoría de los casos, tan infelices e insatisfechos/as, sin brindarnos herramientas para ‘mejor amar’. Cuando un hombre mata a una mujer lo hace porque su enfermedad llegó al límite de su capacidad regeneradora, sea consciente o no.

No es algo tan sencillo como para solo verlos como los enemigos a perseguir y encarcelar. No caigamos en las trampas del poder punitivo. Con él, los hombres no dejarán de ser violentos ni tantas mujeres dejarán de justificar la violencia machista, aun siendo ellas víctimas.