La Tierra es una pesada piedra donde se llora, se sufre… y, donde pensar es una forma de decidir que una no desea encerarse en ese destino no-decidido que provocamos en la mirada dispuesta como mirada existencial, ya que no sé porqué la violencia continua siendo la tragedia reinante.
La violencia voluntaria es lo contrario del libre albedrío; es, de todas las abominaciones, el mayor ADN del espíritu primitivo. No puedo continuar mirando a este terrible mundo que nos asedia como un enemigo.
¿Por qué continúa hundiéndose la humanidad en el horror, en el desvarío salvaje? ¿Por qué esta atmósfera malsana que desalienta? ¿Por qué la espantosa persecución contra los débiles? ¿Por qué el crimen sádico y la masacre de inocentes? ¿Por qué debe morir un niño a causa de la barbarie de los adultos?
¡Qué fatal orgía es la violencia! La violencia del mundo que no puede explicarse, que está constantemente con acechanzas, destruyendo sin piedad a la razón, o lo que creemos y llamamos “razón”. No creo que la violencia sea un designio ligado a la vida ni una causa natural del temor al poder de los otros.
¡Qué lúgubre tiempo éste en el cual la crueldad sangrienta es la miseria del alma global! No imagino a la humanidad sin alma; tampoco quiero imaginarla llena de los trastornos que trae el dolor, el dolor de la desavenencia, el dolor amargo de esta visión destructiva que siento, capitaneada por la perversidad terrorífica de la danza de la muerte!
No puedo estar alegre. He perdido a la alegría. Ver al mundo como una sepultura de inocentes es demasiado para mi vida de clausura, y padezco con lamentaciones que la muerte premeditada e indigna contra inocentes -en esta piedra pesada que es la tierra- la asumen como una “cosa terrenal” los injustos.
¡Qué dolorosa podredumbre agonizar y padecer esa “cosa terrenal”, y ver imágenes de espanto convertidas en un hábito, en un martirio, cuando los inocentes yacen sin lugar donde reposar!
¿De qué igualdad universal de los seres humanos me hablan los que se congregan en torno al poder político? ¿De qué “valores” me hablan los “vivos” que ejercen la vil mentira de la caridad cristiana como un espectáculo brutal de Estado para ofrecer dádivas? ¿Qué “cosa terrenal” más tengo que ver con la leve ironía de los festejos míseros de las lisonjas?
Quizás el mundo no necesita de más iglesias ni de religiones ni de la conciencia elegíaca del reposo ante la espera de la resurrección, porque los fuertes, los opresores, son unos jornaleros de la muerte cada vez que profanan con sus armas de guerra la vida de una criatura inocente.
¡Cuántos siglos más esperan a la existencia para continuar arruinándose con tanta crueldad! ¿Será cierto que la vida es una rueda y que todos abandonamos nuestras fuerzas a esa rueda?
Contemplo al mundo, me digo, al mundo de hoy con un dejo de menosprecio y con un desalentador presente, por el retorcimiento que entraña esa palabra que se oculta en la garganta llamada paz.
¿Estoy enfadada? Sí; pero más que enfadada estoy desnuda en mi dolor, sin expresiones posibles para calmar la falta de amor y bondad que esta Tierra como pesada piedra no entiende ni comprende, porque -al parecer- todo se conjura para que la melancolía sea la única balada que conozca.
No obstante, esta pesada piedra que es la Tierra tendrá caducidad, tendrá un fin, porque es “cosa terrenal” que todo tenga un fin, aún cuando los adoradores de la vanidad piensen que la excelencia en la “cosa terrenal” es el poder mundanal, egoísta y caprichoso de edificar el ahora sobre el cadáver del prójimo.
¡Qué horror vivir la corruptibilidad que trae la “cosa terrenal”, ese apocalipsis galopante, detestable, que se precipita sobre el mundo día a día, día tras día, convirtiendo a la aldea del mundo en un cementerio de inocentes.