Santo Domingo, por momentos, hasta se parece a la Gran Manzana. ¿No era ese, precisamente, el sueño que le vendieron a los dominicanos de que su capital podía ser un “Nueva York chiquito”? La promesa del progreso fue una de las ofertas electorales más sonadas y sazonadas a finales del siglo pasado y principios del actual. Edificios, elevados, vehículos, centros comerciales y avenidas con muchas luces. ¡Todo se ha cumplido! El dominicano, ahora, no tiene que irse a Estados Unidos ni a Europa, para transportarse, bajo aire acondicionado, en un tren al que se entra con tarjetas electrónicas y se sale presionando botoncitos. Si Balbuena viviera en estos tiempos no hubiese tenido que coger pa’ Nueva Yol. ¿Pa qué? Si el progreso ya llegó y en la Capital hay de to’.

Hace poco estuve en Santo Domingo. No sé cuántas torres altísimas conté (algunas parecían vacías para ahí estaban). Nunca supe cuál, entre tantos, era el centro comercial más grande. Amigos me hablaron de restaurantes en los cuales se “come de todo”. En las zonas de los ricos, donde la inmensa mayoría de la gente es llamativamente blanquísima, observé torres que parecían de Miami. ¿Cuánto costará vivir ahí?, me preguntaba. Creo que no hay carro de lujo que, en el estacionamiento de una de esas súper torres o en la marquesina de alguna de las mansiones del lugar, no pueda haber. Es realmente impresionante lo que se ve en esas zonas ricas. ¿Y hay tanta gente que puede vivir ahí?, volvía a preguntarme. Seguía mirando. Tras ver tanta grandiosidad concluí que, en efecto, no es propaganda ni un sueño vendido allá cuando tocaba a las puertas el nuevo siglo: el “progreso” dominicano, así lo atestigua Santo Domingo, es una realidad más que tangible. Ahora bien, ¿para quienes?

En el contexto de la modernidad occidental capitalista, esto es, de sus discursos-dispositivos, cuando ocurren grandes transformaciones materiales en una sociedad surge un nuevo sujeto con otras subjetividades (entiéndase formas diferentes de pensar, ser-estar en la vida y de dar sentido a la realidad). El significado de la felicidad (el mejor vivir) cambia por cuanto distintos son los medios que se usan para alcanzarla y éstos, a su vez, se convierten en fines en sí mismos. En el caso dominicano, el discurso del progreso ha instalado unos consensos, en la mente de la mayoría de la gente, que tienen que ver, fundamentalmente, con cómo se asume (en el nivel abstracto-mental) y se goza (en lo físico-corporal) la vida. Los medios de comunicación dominicanos (televisión, radio y ahora redes sociales) son los transmisores por excelencia de dichos consensos. Un consenso que establece que la vida es un desear constante: desear bienes materiales (para dejar de ser “pobre”); desear un tipo de físico que es “bello” y “correcto” (para superar el “pelo malo” y el color “curtío”); desear vivir y hablar como “la gente bien” (no como los “barriales”). El dominicano medio, que pasa diariamente horas mirando televisión, en tanto se construye en las ausencias (desde lo que no tiene), es un sujeto del deseo cuya vida, siempre, entiende, está incompleta y los medios le dicen cómo “llenarla”.

En ese marco, el dominicano, por pobre y desgraciado que sea, “vive el progreso” todos los días en forma de torres, elevados y millares de vehículos transitando por las calles. Cosas que antes no veía. Entonces, en el contexto de un paradigma que establece una linealidad del tiempo según el cual la historia es ascendente (hacia el progreso), pues concluye que efectivamente todo va “mejorando” por cuanto ahora hay cosas que antes no había. No importa que, para la mayoría, esas cosas nuevas sean, en el mejor de los casos, inalcanzables.

En una sociedad donde lo que prima es el deseo de tener para ser, ¿qué pasa cuando la mayoría de la gente no puede tener? En la sociedad dominicana los que no pueden tener son la inmensa mayoría. Los que viven lejos de las zonas de la gente blanquísima de Santo Domingo. Los condenados a vivir en la nada sin posibilidad de ser, con el “color de piel incorrecto”, las “facciones malas”, sin educación formal, pero que, al mismo tiempo, en tanto asumieron el discurso del progreso material y el deseo, van a buscar la forma de conseguir lo que necesitan para poder “vivir bien” y “ser”. La excluyente y desigual sociedad dominicana no les permite alcanzarlo por las vías formales (el pobre, si logra estudiar, tal vez consigue un trabajo que apenas le dé para comer), pues ellos lo intentarán por las malas. Al final, ¿no era el progreso lo importante? Pues la ley de la fuerza es lo que queda. Pasarle por encima al otro. Buscar dinero dónde y cómo sea. Todo vale. El fin es tener para ser.

En el otro costado, está la clase dominante de los ricos tradicionales que viven en un mundo paralelo de opulencia, felicidad y deseos cumplidos (que ahora muestran en redes sociales).  Cerca de estos últimos, están los que viven del régimen político imperante. Ahí se mueven desde el político (casi siempre millonario) hasta periodistas y figuras públicas quienes forman parte de una extensa red de afortunados que el poder político beneficia con dinero del erario de conformidad a su obediencia y efectividad ensalzando dirigentes políticos y partidos. Actualmente existe una clase política/empresarial tan o más rica que importantes segmentos de la oligarquía tradicional. Es decir, estamos hablando de los que tienen y, por tanto, “son”. Los que, desde yipetas y apartamentos en torres, miran, con desprecio, al resto de dominicanos que “no son”.

¿Es sostenible en el tiempo un sistema social tan desequilibrado?, ¿se podrá mantener más allá de la existencia de las estructuras materiales (económicas) y simbólicas (culturales) existentes? La respuesta, lapidaria y rotunda, es que no. La sociedad dominicana es una bomba de tiempo que, de seguir por el mismo camino, en algún momento explotará. No es posible sostener un tejido social tan envenenado y deshumanizando por mucho más tiempo. Las élites dominicanas (económicas y políticas) que propician este tipo de sociedad están jugando con fuego y, si algo no cambia, se van a quemar. El paradigma del progreso preponderante, que ha sido mal asumido y, por tanto, conducido a los desequilibrios actuales, no solo tendrá que ser sustituido por otras estructuras políticas y económicas, sino que, también, deberá dar lugar a otros entendidos e identidades colectivas en el marco de un sentido común diferente.

Podemos ir ya articulando esos entendidos conducentes a lo diferente para que, cuando ocurran los cambios (que vendrán vía un cambio en el sistema-mundo capitalista o vía coyunturas socio-políticas internas), tengamos con qué sustituir lo viejo. Esto es, tener estructuras con las cuales reemplazar las que se irán desmontando. Sería maravilloso que esas nuevas estructuras, por primera vez, las articule el pueblo, que será, en ese contexto, otro pueblo. Así se podrá crear otra sociedad. Que no será explosiva sino que más vivible, humana y feliz. Una felicidad basada en el vivir bien y no en el deshumanizante, insostenible y simplista deseo de tener.