Las heridas emocionales no cicatrizan. Las pasiones actúan en ellas como bacterias infecciosas. Danilo y Leonel se han infligido mucho daño sin una catarsis que purgue sus desafecciones. Para sanarlas es necesario lograr lo que ellos no pueden francamente hacer: hablar. Se trata de una guerra muda que promete romper toda contención. Es difícil domar los enconos, morder las ofensas y tragar las palabras cuando los agravios son tan sensibles. 

Y ya no es un juego de actitudes y tonos, son tramas oscuras que de lado y lado se maquinan. Es la batalla decisiva y ambos están resueltos a dejar la piel en el campo. Las apariencias poco ayudan cuando se trata de una eliminatoria final: ¡ahora o nunca! El tiempo corre. Puede que, ya tendidos y heridos, convengan algún pacto, no sin antes haberse abatido en la refriega. Si se da, no saldrá de ellos: se impondrá por una fuerza o circunstancia política irresistible como la amenaza cierta de perder el poder, y aún en tal caso es probable que el acuerdo sea no ir ninguno. 

El PLD agota un ciclo de descomposición terminal como el que vivió el PRI mexicano en los noventa, vapuleado por las intrigas, las extorsiones y la sangre. La escalada fue brutal. Todavía recordamos sobrecogidos aquel 23 de marzo de 1994 en la ciudad de Tijuana, Baja California, cuando fue asesinado el candidato presidencial Luis Donaldo Colosio Murrieta. El 28 de septiembre de ese fatídico año cayó también sobre un charco de su propia sangre el secretario general del PRI, José Francisco Ruiz Massieu, derribado por los impactos de una metralleta Uzi de nueve milímetros. Las evocaciones pueden lucir tremendistas, considerando como improbable que ese sea el teatro de operaciones de tal rivalidad o que los contendientes tengan esas fibras, pero no excluye el que sus pasiones arrastren a sus leales a escenarios parecidos. De algo sí estoy seguro: seremos testigos de situaciones impensadas que pondrán en su exacta dimensión una vieja y resentida porfía.

¿Qué realmente separa a Leonel de Danilo? ¿Es política la lucha? Cualquier confrontación que ponga en juego la relación de poder es política; recordemos el concepto amigo-enemigo de Carl Schmitt en la comprensión del fenómeno político más allá del Estado como idea estructural y totalizante. Ahora bien, ¿cuáles son sus motivaciones? ¿Ideológicas? No. El PLD, como organización, nunca debatió concepciones distintas al pensamiento que le dio origen. Desde antes de alcanzar la presidencia, la vieja ideología de “liberación nacional” nacida de la insurgencia guerrillera de los setenta y ochenta demandaba una actualización, intención que perdió interés y razones cuando llegó al poder. Hubo revisiones a sus postulados sobre la inédita doctrina del boschismo asumida en teoría por la organización. El partido se disolvió en el Estado, se “realizó” y “consumió” en el poder. De manera que si alguna definición ideológica aproxima al PLD a su verdadera identidad es la que se sintetiza en el “poder por el poder” (como causa y fin): un pragmatismo de Estado que compendia el propio Leonel cuando promete ser gobierno hasta el bicentenario de la República. De manera que en la lucha de los dos rivales no se confrontan ideas ni visiones.

Entonces, ¿qué realmente está en juego? Contestar esa pregunta nos obliga a penetrar en la subjetividad de los actores y desde esa perspectiva no es escabroso presumir que existe una sorda lucha de intereses personales y grupales.  Una vez escribí (y ahora reitero) que a los dos líderes los une la misma ambición, pero de distintos cuños: mientras Danilo vive del poder, a Leonel el poder le da vida. Dos formas de realizarse y trascender. Ambos son víctimas de las adicciones derivadas del poder. Fuera de él ¿qué eran?, ¿qué son? El problema es que estos muchachos nunca maduraron en un proyecto relevante de vida fuera de la militancia política.  Y, sin menosprecio a esa condición, la realidad es que el salto fue traumático; llegar a la presidencia sin una historia progresiva de logros personales y autoafirmaciones consistentes en un país de tradición autoritaria (donde el gobernante es un jefe) es definitivamente enajenante. El mismo trance sicológico que confrontan los muchachos de campo cuando reciben un contrato millonario de Grandes Ligas. Al menos estos prospectos tienen la conducción profesional de un coach que los acompaña en la necesaria adaptación al cambio. Pero, ¿y estos políticos? Basta imaginar que sus consejeros más cercanos son gente de su propia estirpe que no han perdido el asombro de estar donde han llegado gracias a su líder. Por eso convierten la gratitud en culto y la confrontación en una disputa personal.

En el imaginario obsesivo de estos dos políticos se instala la idea de que solo ellos pueden dirigir el país y que recíprocamente uno encarna el bien y el otro el mal. Pero no es solo un duelo de estimaciones egocéntricas: hay intereses reales y tangibles (propios y de terceros) abonados en la disputa. Sucede que en ambos gobiernos se crearon inmensas concentraciones de riqueza en manos del entorno íntimo de los dos líderes. El grupo de Leonel logró amasar una fortuna incuantificable que se construyó en mayor tiempo y con más indulgencia política. Danilo asumió la presidencia bajo la presunción de que iba a luchar en contra de las prácticas corruptas que prohijaron esos patrimonios malhabidos y ese condicionamiento retórico le impidió consolidar a favor de su grupo un capital como el del clan de Leonel. El objetivo de un segundo mandato de Medina era al menos equiparar esos resultados patrimoniales, pero al parecer precisa de otro mandato. Sucedió, como bien apunta un amigo, que Danilo “perdió tiempo guardando las apariencias” en una cruzada que nació contaminada por Odebrecht, tiempo que ahora necesita. A esos motivos podrán agregarse otros pero siempre serán accesorios o accidentales. La verdad dolorosa es que detrás de esta lucha de ambiciones laten los mismos intereses. Nada nuevo bajo el sol.