«Creo que no nos quedamos ciegos, creo
que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos
que, viendo, no ven».

(José Saramago, Ensayo sobre la ceguera).

"Le dices a un ciego, estás libre, le abres la puerta que lo separaba del mundo, vete, estás libre, volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio de la calle, él y los otros, están asustados, no saben adónde ir, y es que no hay comparación entre vivir en un laberinto racional, como es, por definición, un manicomio, y aventurarse, sin mano de guía ni traílla de perro, en el laberinto enloquecido de la ciudad, donde de nada va a servir la memoria, pues solo será capaz de mostrar la imagen de los lugares y no los caminos para llegar." Este fragmento lo encontramos en uno de los capítulos del Ensayo sobre la ceguera del nobel de literatura José Saramago, que tiene la virtud de ser una parábola y una metáfora de nuestra sociedad.

La crueldad que padecen, en nuestra sociedad, los menos favorecidos en la distribución de la pobreza, que por dictado de la democracia es la única riqueza que se reparte, nos asegura que ya no nos invade el Daltonismo (ese defecto que impide distinguir algunos colores), sino que estamos invadidos de una ceguera espantosa. Una sociedad completamente ciega y con síntomas que avanzan sin frenos, hacia lo irreversible. Ni siquiera, aquellos que padecen los horrores de la perversidad social, tienen la capacidad de mirar y observar, menos aun, aquellos “ilustrados”, que formaron las academias como parte del drama de la ceguera: “Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven”. Así lo describe un personaje de la novela de Saramago.

No vamos a profundizar en la manera vulgar como nos masifican los medios de comunicación, poniéndonos unos lentes para que no miremos. Nuestra mirada les molesta, porque están rubricadas las costuras de la máscara, la barbarie, el egoísmo irracional con sus privilegios y los privilegiados, que es otra forma de ceguera.

Con certeza, un personaje nos lo refiere: "la ceguera también es esto, vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza"… “ser un fantasma debe de ser algo así, tener la certeza de que la vida existe, porque cuatro sentidos nos lo dicen, y no poder verla”, dirá otro después.

El ejemplo de la mujer del médico, el único personaje que conserva la vista, a través de la cual miran los otros, tiene la sublime tarea de ser compañera (del latín “companio”) de los demás, referido como alguien que “come con los demás el pan”; comparte también la tarea de velar por ellos, acompañar al resto, hacerse compañera de rutas y caminos, de luchas y compartir los desafíos, las frustraciones, la esperanza, los sueños y utopías de una sociedad, donde parece que todas las instituciones dejaron de funcionar por efecto de la ceguera colectiva. Nadie ve el dolor, ni lo siente, ni lo padece como ella: "..no podéis saber, lo que es tener ojos en un mundo de ciegos, no soy reina, no, soy simplemente la que ha nacido para ver el horror, vosotros lo sentís, yo lo siento y además lo veo.."

A nadie le interesa el territorio, ni las calles, ni los nombres propios de la trama del drama. Carecen de relevancia los nominativos y hasta los adjetivos para describir el horror esparcido en la geografía. Cualquier lugar es igual para todos. Creo que en cada uno queda la misión imperecedera de superar otro tipo de ceguera cotidiana, el ver la realidad que nos rodea sin inmutarnos y acostumbrarnos a la derrota que padecemos, sin exclamar un gesto de solidaridad. Debemos recuperar la visión del poeta que nos legó Platón: “poeta es aquel que ve con asombro aquello que los demás ven como costumbre”.

Tener ojos y mirar, tener lucidez y afecto, es una responsabilidad, que no se posterga con una actitud procrastinante. Nada de mañana. No, lo ha dicho la única mujer que tiene ojos para ver en la novela, que sirve de guía a los otros: “es hoy cuando tengo la responsabilidad, —dice—, no mañana, […] la responsabilidad de tener ojos cuando los otros los han perdido”.