Lacan, el famoso psicoanalista francés del siglo XX, dijo que la enfermedad mortal de Occidente es el ego, el yo como ombligo del mundo, como eje del universo, como centro de todo.
Desde el yo, lo importante se califica desde la diana hacia la periferia. Mis ideas, mis creencias, mi religión, mi modo de ver el mundo es La Verdad santificada. ¡¿Oh, no lo siento yo?!
Si nos detenemos a reflexionar un poquito sobre la idea de Nación ¿no es esta idea la magnificación del ego a su máxima potencia, si cabe expresar ese pleonasmo?
El concepto de Nación es histórico. Es decir, no es algo consistente y de origen natural, nace en un momento determinado de la historia de la humanidad. Las naciones surgen inicialmente cuando los Estados se configuran.
¿Pero que son los estados, o como era antes de uso decir, los Estados en mayúsculas -como debía escribirse con mayúscula Dios, Estado, Nación, Iglesia, lo que daba a entender que eran entidades superiores a lo humano-.
En los tiempos en que surge el uso del término, en los siglos del XVI al XVIII, una definición plausible sería la de una entidad que sintetiza el dominio y el ejercicio de la política superior sobre un conglomerado humano, y que como tal es independiente y soberana.
Pero, me vuelvo a preguntar, ¿qué o quién encarna esa dignidad? Evidentemente, en ese tiempo lo es "El leviatán", el soberano absoluto, el Rey. Por eso no se equivocaba el Rey Sol, Luis XIV de Francia cuando afirmaba: "L’etat c’est moi", “el estado soy yo”.
He aquí en su origen la presencia del ego famoso que Lacan culpa de todos los desvíos y limitaciones de Occidente. El ego que es el dueño absoluto de todo poderío y capaz de decidir sobre todo hacer o dejar de hacer y de ser. Si lo dijéramos utilizando un término nietzscheano, sería la capacidad de ejercer la plena voluntad de poderio.
La Nación es en un primer momento el soberano, que es en la persona del Rey que viene ungido por Dios por el hecho natural de su nacimiento.
En este sentido el efecto del ego divino de los reyes salta a la vista con una desfachatada insolencia. Este descaro, esta desvergüenza se confirma en la forma en que rubricaban, excluyendo a la restauración de los Borbones con Juan Carlos I, los actos de gobierno los reyes españoles, que firman con un transparente decir sobre lo que pensaban de si mismos y de su ser: "Yo el rey".
En este caso la osadía es tal, que no se hace ni siquiera referencia a un detalle que se considera trivial, el tiempo. El rey es el mismo siempre, prescindiendo de quién sea que suscribe,
y son atemporales, pues con plena insolencia quieren decir, "quien manda aquí soy yo, que nadie lo ponga en dudas".
En la Revolución Francesa se decapita al rey. Se le ejecuta en la hoy hermosa "Place de la Concorde", entonces conocida como, "Place de la Révolution".
Muere el rey y surge la Nación, ahora concebida, por un lado, según abarca el territorio del reino, y en segundo lugar, como la reunión de los ciudadanos entendidos como el conjunto de personas de un mismo origen étnico y que generalmente hablan un mismo idioma, tienen una tradición común y ocupan el mismo territorio.
Esta es la idea de Nación que trae su origen en los inicios del siglo XIX, bajo el manto ideológico del Romanticismo. De estas ideas surgen las nuevas naciones de la América Española.
Sin embargo, en nuestro tiempo han aparecido fenómenos muy influyentes que transformar la original arquitectura de la naciones surgidas desde el aparato ideológico del siglo decimonónico.
Como no puedo entrar ahora en detalles para describirlos, me atengo a breves signos.
Diré que por un lado, aparece el fenómeno de la Globalización, una realidad prevista y descrita magistralmente en "El manifiesto comunista" de 1848.
Trae consigo que los valores seculares se debiliten, que las tradiciones se disuelvan y languidezcan, el idioma deriva en flojera, en jergas e idiolectos, y lo extraño, lo extranjero, las migraciones y el turismo transforman la mentalidad anterior, que reinaba desde siglos, en un mosaico de creencias, ideas, prácticas, costumbres, usos y ab-usos, contrapuestas, contradictorias y rivales, que se solapan y anulan sin un sentido dominante.
Por otro lado la difusión y la facilidad de las comunicaciones en tiempo real (las famosas TIC), reducen el planeta a un pequeño vecindario. Generalmente estamos más comunicados con "lo extraño y lejano", que con lo que tenemos a nuestro costado inmediato.
Además el tiempo, la vivencia, la vida y los intercambios se intensifican y su velocidad se incrementa de suerte que vivimos en un tiempo en que no tenemos tiempo para darnos cuenta de que es lo que acontece en nuestras vidas.
Esta situación produce que los lazos sociales y familiares se disuelvan y en su lugar aparece el individuo hedonista, o el mártir que se autotortura negándose todo lo que no sea dolor, martirio, aflicción y remordimiento, encerrados en la "pura consciencia" de su propio, único, yo, que es sustancialmente inconsciente, emotivo e inconstante, superficial, banal y temporalmente discontinuo, lo que produce en estos seres una disolución de la memoria de su ser, de su vida y de su tiempo.
Convivimos con multitud de seres que aún no han alcanzado el nivel de conciencia de lo que se entiende por ser una persona.
¿Pero, qué es una persona? En el lenguaje cotidiano nos referimos a un ser con poder de raciocinio que posee conciencia sobre sí mismo y que cuenta con su propia identidad. Una persona es un ser capaz de vivir en sociedad, que tiene cierto grado de sensibilidad, además de contar con cierta inteligencia y algo de voluntad, estos aspectos típicos se consideran los elementos psicológicos y morales mínimos comunes de alguien dotado de humanidad.
Vivimos en sociedades donde predomina el escándalo como parte esencial de nuestro modo de vida en los tiempos modernos.
En estos conglomerados humanos vivimos concentrados en el uso intensivo de los “mass-media”. Estos medios para mantener la movilización masiva recurren al tumulto, al alboroto, al altercado, a las disputas a fin de generar interés renovado en lo que comunican como nuevos medios de comunicación masivos y de esta manera bullosa crear nuevas formas de opinión pública.
George Simmel, filósofo alemán de inicios del siglo XX, resaltaba, en 1908, que el hombre moderno participa de múltiples identidades. A diferencia del ser humano antiguo o medieval, disfrutamos ahora de una gran libertad ante las identidades.
Las identidades modernas presentan rasgos más fluidos, difusos y constituyen relaciones más flexibles y abiertas, que ofrecen mayores posibilidades de autonomía, mas que, al mismo tiempo, generan en el ser humano un sentimiento de soledad, de indefensión y de desintegración respecto a los lazos que representaban la pertenencia a identidades fuertes sustentadas en creencias o vínculos trascendentes.
Por otro lado, el filósofo alemán contemporáneo, Peter Sloterdijk subraya que las diluidas identidades modernas se sustentan, cada vez más, en modelos de pertenencia negativos que tienen un tipo de vigencia momentánea –a veces, instantánea–, pues se constituyen desde los reclamos y la propaganda que se originan en los “mass-media”.
Ahora para mí ha llegado el momento de cerrar esta descripción de las formas en que se ha manifestado el ego en la época moderna en nuestra cultura Occidental. La joya de la corona de la perturbación y la alteración del fenómeno del ego en nuestro tiempo la constituye la actitud del resentimiento.
En los tiempos actuales el individuo puede “estar presente, ver y vivir desde cerca el triunfo del otro” como algo mágico, ya que para los mass-media no es interesante presentar a la gente en el momento de luchar contra el medio para lograr el triunfo o descollar en alguna tarea que se proponga, sino que lo que se quiere es presentar historia felices, dichosas, limpias y hermosas, donde el sudor, el lodo, el dolor, el sentido de frustración que siente y vive todo ser humano que lucha por algo importante para su vida, que se esfuerza por realizar su “sueño”, debe de vivir y padecer.
En los medios aparece que es posible lograr el triunfo con la misma facilidad con que nos bebemos un vaso de agua. Sin embargo, cuando esa persona que no ha estudiado, que no dispone de talentos especiales o que no sabe descubrir cuáles son los suyos, descubre que no le es tan fácil lograr el éxito, el poder o la fama, entonces se considera víctima de un gran engaño.
Estima que solo a él o a ella lograr el éxito en la vida se le presenta como algo casi imposible, y la persona comienza a sentir odio, rencor, contra los que ve como triunfadores de la vida, que a través de la ilusión de los mass-media se ha acostumbrado a creer que es como la mitología que se les presenta, que es así que se debe vivir una vida con sentido, y comienza a sentirse injustamente excluido de poder alcanzarla.
Es así que surge en ese yo que se siente excluido de las dulzuras de la vida, comienza a darse cuenta que odia a las personas que ha “triunfado”, comienza a envidiar a los seres humanos que, como le presenta la novela de la televisión, por un acto de magia logran¡ “destacar” en su vida.
Este es el origen de un dolor permanente que atenaza la vida moral de estas personas. Cada vez que ven al vecino con su carrito o que le agrega otra habitación a su casita. Esas personas sienten un dolor en una herida que nunca se cura.
Es en ese momento que surge en el individuo “derrotado” ese sentimiento que los psicólogos denominan como el resentimiento.
Esta condición humana trae su nombre de la sensación que experimenta cada día quien vive la prueba. Es la sensación de una herida que se ha abierto en su ser y que nunca se cura.
El resentimiento es una autointoxicación psíquica que surge al reprimir sistemáticamente los afectos y las descargas emocionales normales, el odio o la envidia que se le tienen al vecino, pero aprende a comportarse como un buen actor para no mostrar su secreto sufrimiento al otro.
Trata de no dejar ver su dolor por qué aquel es feliz y es por ello que siempre se oculta a todos este sentimiento de merma vital.
Todo lo contrario, siempre quiere dar la impresión al otro de que la persona que resiente está feliz, porque la vida del vecino sea tan feliz.
Esta herida revela a quien la vive la conciencia de la propia impotencia, pues al ocultar lo que realmente siente lleva a refrenar el impulso espontáneo de venganza que se va acumulando en su ser, y esto corroe el ánimo cada día más al ir retrasando así el contraataque.
El resentimiento acumulado acaba por deshumanizar al contrincante, abriendo así la puerta a la posibilidad de querer exterminar sea moral o físicamente al prójimo, que se advierte como la causa de su malestar.
El resentimiento se manifiesta a través de un profundo sentimiento de rencor que podemos definirlo como “odio retenido” de ahí que antiguamente se llamaba “amargos” a los resentidos, porque retienen la ira por largo tiempo, esto según Tomás de Aquino, en la Suma Teológica, en el capítulo que trata sobre las diferentes formas de la “Ira”.
Se debe a Robespierre, el gran jacobino de la Revolución Francesa, el mérito de haber sintetizado en una frase la psicología del resentimiento: “Sentí, desde muy temprano, la penosa esclavitud de tener que agradecer”. El resentido según lo que revela el texto de Robespierre, padece de una ceguera moral respecto de la gratuidad, a lo que lleva involucrado la donación y el agradecimiento.
Espero que este viaje sea de algún provecho para alguno de sus lectores. Gracias por llegar hasta aquí.