La función esencial de la Administración Pública en un Estado Social y Democrático de Derecho consiste en la realización de los derechos fundamentales, es decir, en la materialización de un conjunto de disposiciones iusfundamentales que tienen como finalidad el desarrollo de las personas en un marco de libertad individual y de justicia social. Estos derechos regulan la relación de los individuos con los órganos y entes públicos, pues condicionan las actuaciones administrativas a la observancia de sus disposiciones (ver “la función esencial de la Administración Pública”).

En efecto, la centralidad de las personas constituye una de las principales características de un Estado Social y Democrático de Derecho, pues es justamente la protección de sus derechos fundamentales el elemento estructural de esta fórmula constitucional. Esto, sin duda alguna, transforma la relación existente entre el Estado y la sociedad, ya que obliga a los órganos y entes públicos a abandonar las prácticas abstencionista del modelo de Estado mínimo liberal y, en consecuencia, a garantizar la participación directa de los ciudadanos en el análisis y evaluación de las políticas públicas. Así lo establece el cuarto considerando de la Ley 107-13 sobre los derechos de las personas en sus relaciones con la Administración Pública y del procedimiento administrativo, al disponer que “en un Estado Social y Democrático de Derecho los ciudadanos no son súbditos, ni ciudadanos mudos, sino personas dotadas de dignidad humana, siendo en consecuencia los legítimos dueños y señores del interés general, por lo que dejan de ser sujetos inertes, meros destinatarios de actos y disposiciones administrativas, así como como de bienes y servicios públicos, para adquirir una posición central en el análisis y evaluación de las políticas públicas y las decisiones administrativas”.

De lo anterior se infiere que las personas no son sujetos pasivos en los procedimientos administrativos, sino que juegan un rol principal en la elaboración de las políticas públicas y de las decisiones administrativas, por lo que el Estado está obligado a promover una participación real y activa de todos los ciudadanos en la función administrativa. De ahí que la participación ciudadana se configura como uno de los objetivos que mejor define la relación que debe existir entre el Estado y la sociedad en un Estado Social y Democrático de Derecho, pues permite la integración de las personas en la gestión pública, lo que reduce la arbitrariedad y el secretismo. Es decir que es a través de la participación que se logra la democratización de la actividad administrativa y, en consecuencia, se dota de prerrogativas a las personas para que puedan definir y estructurar la actividad de los órganos y entes que ejercen potestades públicas.

Esta evolución de un sistema basado en el “imperium” o en el poder a un sistema centrado en los ciudadanos genera el reconocimiento de un conjunto de garantías que condicionan la actividad administrativa a la mejora integral de la vida de las personas. Estas garantías se encuentran estructuradas en el derecho fundamental a la buena administración, de modo que este derecho tiene como objetivo asegurar que la Administración atienda a las necesidades colectivas y, en consecuencia, actúe de forma imparcial y equitativa al servicio de las personas. Siendo esto así, es evidente que una «buena administración» supone una Administración vicarial dedicada a mejorar las condiciones de los ciudadanos a través de la protección de sus derechos fundamentales, lo que implica una Administración transparente, participativa, eficiente, accesible, sujeta al ordenamiento jurídico y con una actividad contestable.

En síntesis, la cláusula del Estado Social y Democrático de Derecho sitúa a las personas en el centro de las decisiones administrativas, de modo que son éstas quienes justifican la existencia de la Administración Pública. Es decir que, a partir del reconocimiento de esta fórmula constitucional, el fin que fundamenta la actuación administrativa es la promoción de los derechos fundamentales y la mejora del bienestar de las personas, por lo que son los individuos quienes determinan la estructura y la actividad de los órganos y entes públicos en su condición de “legítimos dueños y señores del interés general”. En palabras de Jorge Prats, “esta posición constitucional de la persona, como sujeto digno y titular de derechos fundamentales, la acompaña en la totalidad de sus contactos con la Administración, constituyendo precisamente la protección de dicha posición la misión principal del Estado” (Jorge Prats, “La posición jurídico-constitucional de las personas frente a la Administración”, 23 de octubre de 2015).

Así las cosas, es evidente que la Administración no puede actuar como quiere, sino que debe sujetar su comportamiento a las reglas y los principios que componen el derecho fundamental a la buena administración, los cuales se encuentran consagrados en los artículos 3 y 4 de la Ley 107-13. Y es que, el derecho a la buena administración es una parte esencial de la cláusula del Estado Social y Democrático de Derecho, pues constituye un mecanismos idóneo para asegurar que la Administración cumpla con su función esencial de garantizar la protección efectiva de los derechos de las personas. Tal y como explicaremos en un próximo artículo, esto obliga a la Administración a ser un órgano activo o garantista, de modo que no puede refugiarse en la omisión del legislador para incumplir con su misión institucional.