Con agudeza y dolor, la reputada diputada Minoú Tavárez Mirabal, ha dicho que una de las funestas consecuencias la resolución del Tribunal Constitucional es que saca lo peor de nosotros: los odios ancestrales, los prejuicios, la xenofobia y, agrego, el racismo aprendidos en algunos los libros de textos de historia dominicana. Saca también a flote nuestro atavismo que nos impide reconocer la realidad del presente tiempo político que vive la humanidad.

El siglo XVIII fue el de la declaración universal de la igualdad entre todos los seres humanos, el XIX, el del derecho de elegir y ser elegido y a finales del XX, el de la ciudadanización, vale decir, el derecho al acceso a los servicios básicos que garantizan una vida digna a todos los seres humanos. Hoy, alrededor de esos principios se han establecido grandes acuerdos internacionales vinculantes a diversos estados y de algunos este país es signatario.

Por el respecto a la diversidad de derechos que se derivan de esos acuerdos, se han llevado a cabo numerosas acciones para obligar a estados nacionales a cumplirlos. Entre muchos ejemplos, citamos la acción colectiva mundial de estados, naciones, partidos, movimientos y singulares personas que condenó y sancionó a Sudáfrica por su política de apartheid y exigió la liberación de Nelson Mandela, encarcelado por su lucha contra ese aberrante sistema, la sanción de la OEA al régimen de Trujillo por sus crímenes, entre ellos el de las hermanas Mirabal, la condena a los bombardeos de los norteamericanos contra el heroico Vietnam.

Se sancionó a Alemania por el genocidio nazi contra los judíos y a varios militares sudamericanos por sus crímenes de Estado. Sin embargo, a nadie se le ocurrió decir que esas sanciones implicaban un desconocimiento del derecho soberano de cada país. Lo que se exigía era el respeto a derechos humanos reconocidos por la inmensa mayoría de los pueblos de los estados de esta parte del mundo.

Quienes apoyaban las sanciones al régimen de Trujillo, en su momento fueron calificados, de enemigos del país y de participar en un "complot internacional contra la dominicanidad". Hoy, a quienes condenamos el intento de genocidio civil, a través del cual se pretende negar el derecho a la nacionalidad dominicana a casi un cuarto de millón de personas de ascendencia haitiana, se nos endilgan los mismos calificativos, además de acusarnos de ser agentes de potencias extranjeras.

Condenamos la resolución del TC, porque además de impracticable, racista y xenofóbica, constituye un nuevo intento de  apartheid y de "limpieza étnica" que creará una situación de muerte jurídica y un potencial brote de violencia física contra  los afectados, lo cual lo convierte en un serio problema nacional e internacional para este país. Porque la comunidad internacional nos condena y porque seremos irremediablemente sancionados por organismos internacionales, con devastadoras consecuencias para el turismo, la inversión extranjera y la imagen del país. Eso lo sabe el presidente Medina, igualmente sabe que ninguna comisión gubernamental logrará evitarlo, porque vivimos el tiempo de los tratados internacionales y del respecto a esos tratados.

Como también sabe, que la generalidad de los organismos internacionales son particularmente sensibles a los temas migratorios y a los nacionalismos de esencia reaccionaria, racista y xenofóbica que de manera oportunistas difunden partidos ultraderechistas para ganarse el favor y los votos de la gente simple que vive situaciones de inseguridad económica y miedo a su futuro.

El nacionalismo de esa catadura se ha convertido en uno de los peores lastres y uno de los principales motivos de ingobernabilidad, es un elemento que tiende a debilitar los lazos de solidaridad social y regional que son fundamentales para la gobernabilidad democrática, por eso es de particular preocupación de sectores importantes del liderazgo político a nivel mundial.

En ese contexto, una resolución como la evacuada por el TC, coloca a este país entre aquellos que tienen graves problemas de discriminación contra determinados grupos sociales, debido a sus condiciones y pertenencias étnicas culturales.

Esta circunstancia coloca una vez más al presidente  Medina ante la disyuntiva de mantenerse como rehén de los acuerdos con los sectores más retardatarios de este país o de romper y labrarse un camino de independencia y de dignidad política. Desafortunadamente, sus últimos pasos no parecen encaminados hacia lo último. Todo lo contrario.

Sigue perdiendo tiempo y eso es mortal en todas las esferas de la vida, máxime cuando quien lo pierde es un político.