Nos aburre vivir sin política. Nuestra rutina se alimenta de sus tramas. Más que un acto racional es un ejercicio pasional; una distracción lúdica, un deporte. El morbo que desata se impone a todo juicio. Es evasión, catarsis y hasta entretenimiento. Su razón es primitivamente emocional: motivo para odiar, excusa para denostar, poder para vengar, designio para destruir. Así, si para algunos pensadores la política es “la gestión de las reglas comunes” (Víctor Lapuente, 2016) en nuestro medio es la gestión de la “subjetividad” en las relaciones de poder.
La política que practicamos no tiene que ver con presupuestos teleológicos, con estructuras ni lógica de pensamiento ni categorías ideológicas; es un instrumento elástico de dominación o de progresión social para los gobernantes y una interpretación quebradiza de la realidad para los gobernados a partir de los comportamientos de los primeros. Una práctica alejada del bien común de Aristóteles, de las instituciones públicas de Weber o de las relaciones de poder de Bobbio, Dahl o Duverger, pero muy cerca de Maquiavelo en su concepción instrumental como forma de adquirir y perder el poder.
Para los actores políticos, más que diseños y objetivos de bien común, la política es una actividad pública de interés privado. Un medio cada vez más concentrado para ganar oportunidades de poder, pero no con el fin de influir en las “condiciones que permitan y favorezcan el desarrollo integral de la persona” o “en su existencia material, social y espiritual” (Encíclicas Mater et Magistrat 65; Pacem in Terris 58 y Gaudium et Spes 74) sino de lograr un proyecto de realización individual con base en los valores legitimados e impuestos por la cultura gobernante, en nuestro caso: el mérito partidario y la “inversión” electoral.
El abandono, por parte de los actores políticos, de la dimensión humana y colectiva de la política ha quebrado el sentido de pertenencia de la ciudadanía a las garantías sociales y de derecho del Estado. Vivimos en indefensión democrática. Se diluye así la representación de la sociedad en la clase política porque esta ha desconocido y abusado de ese mandato en su propio provecho. Así, la política deviene, para los ciudadanos, en un ejercicio puramente expresivo o quizás catártico, sin consecuencias efectivas en las decisiones del Estado. Suelo afirmar que el problema “acústico” de nuestra “democracia” no es de emisión sino de recepción: nos dejan hablar, quizás más de lo debido, pero no nos escuchan. En ese contexto excluyente la participación ciudadana es más contemplativa que activa, más virtual que real, más teórica que funcional; limitada a juzgar las conductas de la clase política sin posibilidad de hacer efectivos los resortes institucionales que las controlan por los severos condicionamientos que impone el poder. Al no tener mayor incidencia en la gestión del Estado ni en sus políticas públicas la ciudadanía asume tres actitudes frente al estatus quo: a) adaptarse; b) resistir; y c) escapar.
Para los adaptados, que son la mayoría, la política tiene dos significaciones pasivas: en primer lugar, como dinámica extraña a su vida, la cual está generalmente abonada a proyectos propios o “privados” de realización; y, en segundo lugar, como actitud omisa por falta de interés en asumir los riesgos y las exposiciones del escrutinio público. Ven la política como un mero espectáculo cotidiano; como simples espectadores.
Entre los que se resisten también se reconocen dos visiones: una que ve la política como una actividad “moralmente” sospechosa invalidada para generar cambios en el sistema a través de los partidos políticos; y otra que la asume como un fuerte instrumento de contestación ciudadana al estatus quo y que no excluye a los partidos como forma de encausar una dinámica legítima de cambios. La primera es idealista y parte de una concepción puritana de las relaciones del poder. La segunda es más concreta, pero no tiene espacio en los esquemas partidarios vigentes dominados por grupos impenetrables de intereses.
Los que huyen son los que, cansados de resistir, abandonaron la esperanza en el sistema “concientes” de que este perdió toda respuesta y capacidad para retribuir sus inversiones existenciales.
La vigencia de un modelo político anacrónico, burocratizado y concentrado, sustentado por liderazgos verticales y autócratas ha limitado la participación ciudadana en la política. Los partidos transfirieron a sus caudillos sus liderazgos orgánicos y hoy la política no es más que una lucha por el control de esa centralidad. El reto social es hacer el tránsito de una visión subjetivista de la política basada en el quién por otra objetivista fundada en el cómo. Nos falta dar ese salto para pasar a otras dimensiones de pensamiento. Mientras tal cuadro se mantenga incólume la política no dejará de ser una crónica, relato o historia de sus actores, una lucha sorda de sus egos, una confrontación de méritos más pretendidos que reales. Por eso abordar la política es conocer a los políticos y hacer política vivir de ellos. ¿Puede haber algo tan simple? Por eso la política es un respiro cotidiano tan anodino como la farándula. Y los más interesados en su intrascendencia son precisamente los que viven de ella.