Los escritores irónicos son, quizás, quienes con mayor agudeza asocian el destino fatal de sus vidas, con el placer de padecer el desgarramiento del otro. No hay el menor riesgo de que esta actitud de acceso a la tragedia, a través de la visión paródica del texto, nos exponga hacer deducciones dudosas de los valores del libro El Amor y la baratija, de Amable Mejía, publicado por la colección Ángeles de Fierro, en Santo Domingo, República Dominicana, en el año 2007. Al contrario, al percibir su tono paródico-humorístico nos regocijamos de lo trágico. Efectivamente, si Amable Mejía nos ofrece una visión escéptica del hombre, es porque esa visión, nos conduce al absurdo.
A pesar de que Mejía se sirve del decir poético como un procedimiento retórico en sí mismo, él mismo se burla de sus referentes expresivos. En tal caso, esa vinculación de lo paródico a lo absurdo, es el medio esencial para proteger el poder simbólico latente del poema y su relación humorística con la vida. Al mismo tiempo, esa conexión sirve de anuncio y de reproche; de aviso y de llamada a este invencible circo de la vida.
Confío en mí tanto como en la llave rota dentro de la cerradura. Razono en ella tanto como lo haría con el ratón que deje encerrado en el estanque, en el cuarto sin techo, en la luna llena esperando y lloviendo.
Creo entender porqué me quedé de pies con las sillas vacías, porque mi mano derecha no se alza par aprobar mi expulsión de la puerta (pág. 28).
Platón en el libro II de su República, pone en guardia al poeta frente a un posible proceso festivo. Nadie en sí mismo puede creerse el hecho de existir, a partir del sentido festivo del desenmascaramiento místico del ser.
Con Amable Mejía, al menos con cierto Mejía, estamos ya frente a la irreverencia: lo prestigioso minado por la ironía y el humor, la apoteosis de la imaginación que se resuelve en un prosaísmo ambiguo, hasta una suerte de “química” verbal que corroe toda posible alquimia.
La poesía de Amable Mejía, la de Alexis Gómez-Rosa, la de León Félix Batista, la de Armando Almánzar Botello, entre otras obras, rompen con varios prejuicios de la literatura dominicana: el del “realismo” y el del “poeticismo”. El poema, para existir, no requiere reflejar la realidad: inventa otra, y, quizá lo más importante, la inventa como irrealidad.
Comparada con la poesía de Alexis Gómez-Rosa y León Félix Batista, la de Amable Mejía resulta ser todavía más anti-obra, y aún podría decirse que es mucho menos “artística” ¿No parece, incluso, una “obra en bruto”? Esto es, una obra cuya audacia no busca inscribirse dentro de la “aventura” del arte: no quiere “perfeccionar” las formas, quiere confundirlas todas, socavarlas; no intenta complacer sino chocar.
En el comienzo fui Yo. A mitad del camino, Yo. A cualquier hora del día o la noche, Yo. De espaldas, Yo. Yo en el sí, en el no. Para encender la luz o apagarla, Yo. Mire o no mire, Yo. Estate tranquilo. Muévete. Despacio. Rápido. Con sed. Hazlo, Yo. Defeca. Orina. Abre la puerta. Ciérrala. Contra el polvo. Con cuidado. Así no. Mira que te puedes caer. Te lo dije (pág 11).
Mejía sabe que todo arte es inverosímil: mejor dicho, que su verosimilitud es sólo una convención: el poeta hace “como” si escribiera la realidad, el lector hace “como” si leyera la realidad. Mejía como Beckett, quiere eliminar el “como si”; en su mundo no tienen sentido ni lo verosímil ni lo inverosímil. Esta autonomía, a su vez, no está fundada en ninguna belleza especial del lenguaje –el de su propia obra no puede ser más sencillo, tanto en el léxico como en la sintaxis–.
La rebeldía ontológica no conduce, necesariamente, al nihilismo. Mejía, por el contrario, tiene un sentimiento sagrado de la palabra, como lo tiene también del mundo. Lo que Mejía busca es hacer encarnar esa palabra en la vida misma, reencontrar la original intensidad de la palabra. No le interesa, obviamente la desdeña, la pura elegancia formal. Las seducciones encantatorias del ritmo.
El referente autónomo del poema supone, en cambio, otra cualidad del lenguaje: una nueva relación de las palabras que nos hace imaginar una nueva relación entre las cosas. El poema, pues, es un objeto verbal, un objeto a la vez simple y complejo; está hecho de palabras cotidianas y esas palabras, sin embargo, van tejiendo, y nos proponen, un mundo insospechado. Mejía, por su parte, es un devorador alucinado:
Parecería trágico guiarse hacia donde caen las cosas y no reproducen ecos, o fuera de lugar, el ponerse medio a medio de la oscuridad y pensar en un animal mitológico cualquiera y que aparezca saliendo de la pared (pág.49).
Sabiduría y rebelión: dos venenos. Incapaces de asumirlos, Mejía no encuentra, en ninguna de las dos, una fórmula de salvación. En la aventura filosófica de esta obra, la expresión de un cierto tipo de malditismo adquiere un valor que nunca llegamos a poseer. Para Mejía, la percepción misma es un espacio de subversión. Rebelarse con cualquier motivo comporta una irreverencia contra uno mismo. ¿De dónde sacaríamos para la contemplación de ese derroche “estático”, esa concentración en la inmovilidad? Dejar las cosas tal como están, mirarlas sin querer “morderlas”, percibir su esencia, nada más hostil a este poeta. Mejía, como Cioran y Lautreamont, aspira a zarandearlas, a torturarlas, “a prestarles nuestros furores”. Idólatra del gesto, del juego y del delirio, el poeta arriesga la vida en el decir. No llega, en cambio, a desgarrarse por el fracaso, sino, por cierta sabiduría que excluye, a su vez, todo sentimiento de victoria. De algún modo, en la obra de Mejía, desengaño y fracaso figuran la parábola del hijo pródigo. ¿No figura ésta, también, el destino mismo de la poesía y del hombre? La experiencia conflictiva con el lenguaje ¿no es igualmente un debate con el universo?