Desde la publicación de su primer libro, “Sobre un tiempo de esperanzas”, en 1982, pasando por “Los júbilos íntimos”, del año 2003, hasta “Territorio de espejos”, del año 2013, José Rafael Lantigua ha venido delineando una poesía que recoge un íntimo historial de vida. En sus dos primeros libros, el amor transfigura sus deidades y carencias, sus nostalgias y  alegrías. En “Territorio de espejos”, el sentimiento de desamparo aparece bajo una especie de desengaño y dolor, de aislamiento y soledad, así como de desarraigo y angustia.

Una perceptible agitación existencial vivifica el ritmo de este libro:

“Mira cómo va la rueda/corriendo/Mira el ánfora tibia del líquido sangrante…/Mira el vendaval que se avecina…”

Como zombis destruidos  por las sombras, aquí circulan figuras del ser y del no-ser, pues la soledad empuja a la descomposición o la inaprehensibilidad del yo, cuando la conciencia repunta, avivada por algún estímulo fugaz, (sólo se encuentra a sí misma, arenosa y pálida frente al espejo).

Pese a este ahondamiento en el sentimiento de ruptura y abandono, la dicción en “Territorio de espejos” se tranquiliza. Las palabras ya no espumean, sino que buscan su más ceñida vibración. Predominan las formas elongadas y breves, amparadas en la tradición, y, a menudo, escandidas.

Estos poemas son fogonazos mesurados, compuestos de minúsculas acciones que entretejen un instante de ebriedad vital, de rendición a la alegría—o a lo que queda de ella—o al sufrimiento—que crece invencible en nuestro interior. Estos poemas, de exuberante decir, son lívidos estallidos del momento, chispazos de congoja y reflexión.

La dicción de “Territorio de espejos”, apuntala sus perfiles figurativos: el orden expresivo y la pulcritud formal parecen deudores de un íntimo pudor, tanto espiritual como estético. Como si las proclamas demasiado robustas rebajaran, en lugar de ensalzar, la vigencia de lo enunciado.

La oscuridad y la luz, el día y la noche, el fuego y la sangre reflejan la pugna con el propio ser y con el mundo, la encarnación del dolor y el desconocimiento, lo que desde antiguo, pero, fundamentalmente, desde la filosofía de la angustia consolidada en un siglo angustioso como el siglo XX y principios de éste, se puede calificar de conflicto existencial.

José Rafael Lantigua insiste en la angustia por el paso del tiempo y la omnipresencia de la muerte, pero refuerza el motivo de la nada. El ser, al igual que en Rilke, se precipita en la extinción: es fugaz curso hacia el abismo.  Así lo certifican estos versos: “Ruindad de anhelos/Bosques de aullidos/…Consumido/Absorto en la mueca plana de la ronca voz del miedo”.

Otra peculiaridad de la poesía de José Rafael Lantigua es la transmutación del conflicto existencial en conflicto de la identidad. ¿Quién es éste que inquiere, que sufre, que manotea en el vacío, condenado a la soledad y al perecimiento?, parece preguntarse Lantigua. Su respuesta, como la de Rilke—una de las influencias más perceptibles de este poemario: un verso de “Elegías de Duino” encabeza “Territorio de espejos”—y la de toda la conciencia contemporánea, atravesada por la incertidumbre de la escisión, es: otro. La pregunta sobre el yo se formula a veces directamente, o bien mediante símbolos, como el de los espejos (leitmotiv central de este libro), que buscan, ontológicamente, restaurar lo perdido, para poder  interponer “el relámpago tonal del instante”, por supuesto, sin olvidar el amor.

En “Territorio de espejos”, el conflicto subjetivo se torna troceamiento del yo: el poeta sale a la calle sin ir consigo, sufre la amputación de las manos, o siente su cuerpo fragmentarse. Sin embargo, no decae enteramente; se resiste a diluirse: su pasión por afirmarse es paralela a su pasión por no morir. Todo en José Rafael Lantigua—como en Huidobro y en Mieses Burgos—es agónico y contradictorio; apesadumbrado, pero también pugnaz, y nunca uniforme.  Por eso encontramos en este libro bloques de la conciencia, cimientos del yo: como  en los diversos espejos  que se fragmentan entre sí,  la repetición supone una existencia ajena, porque, de otro modo, no hay similitud, sino identidad; como la memoria, que permite a nuestro autor, recuperar el espacio sagrado de la infancia, “mientras al fondo de un patio misterioso un violín se queja pesaroso;/ voy a reencontrarme con la soledad que me acompaña desde niño”, pues “aquí se condensa un pasado que ignoro”.

Un rasgo muy órfico, por cierto: el poeta evoca lo perdido, con la pretensión de revivir, merced a la fuerza genésica de la palabra, lo irremediablemente destruido. Como órficas son también las antítesis mediante las cuales estructura su pensamiento dinámico, polémico y reunificador.  En efecto, José Rafael Lantigua práctica un constante juego de dualidades, gracias al cual percibimos su partición interior y, al mismo tiempo, su voluntad totalizadora: el deseo de reunir lo quebrado, de recuperar la unidad primigenia.  Ya he mencionado la fusión de luz y oscuridad, o de cuerpo y tierra, pero la pareja de contrarios no se agotan en esos binomios, sino que se suceden sin cesar: ser y nada, vida y muerte, sueño y vigilia, dentro y fuera, comienzo y fin, uno y todo, cuerpo y alma.

El poema aquí se desarrolla con la fluencia fluvial y lúdica, habitual en Lantigua. Recamado de metáforas, repeticiones y paradojas, el lenguaje despliega un tono agónico, que comunica una sensación de honda desesperación, próxima a veces al escepticismo, aunque no exenta de serenidad.

Sin embargo, algunos ejes temáticos, algunas preocupaciones esenciales, acompasan esta polifonía. La principal es la angustia existencial, más evidente en los últimos poemas y más diluida en los primeros, como si el autor hubiese aceptado, con el transcurso de  los años, lo frágil de su condición y la inutilidad de enunciarlo.

El tiempo pasado no es, pues, una entelequia: ha existido; e irradia todavía una fuerza que incita a seguir adelante. Toda vida se compone de dos vidas: la ya transcurrida y ese instante infinitesimal que habitamos, llamado presente; se contraponen, pero también se interpenetran. Los días son un palimpsesto cuyo poso de tinta, invisible, es nuestro yo, y el humus en el que asentamos nuestras vidas.

José Rafael Lantigua recorre los parajes de la desolación: sus propios médanos interiores, y también la ruina del mundo. Y lo hace con los ojos muy abiertos, deslumbrados por tanta negrura. Su poesía es poesía de la mirada, pero una mirada que no es sólo la de las pupilas, sino también las del espíritu, la de la percepción ajena a la materia; una mirada que trasciende la piel y aspira al encuentro con lo inaprensible.