Desde aquel 3 de octubre de 1963, año de la publicación de “Rayuela”, mucha agua ha pasado bajo los puentes de París. Pero “Rayuela” no pasa. Decir “Rayuela” es como decir París (aunque también es Buenos Aires), exponerse a la explosión de múltiples significados y deslumbramientos.
“Rayuela”, esa poliédrica novela de culto de Julio Cortázar, me recuerda siempre el título de una obra de Arturo Rodríguez Fernández: “La búsqueda de los desencuentros”. “Rayuela” es, en efecto, entre muchas otras cosas, la historia de una búsqueda y de muchos encuentros y desencuentros, una larga aventura existencial en clave poética, pura poesía. La poesía que “es una larga soledad”, como dijo Ezra Pound. Lo dijo en una entrevista que concediera en la Venecia de los años finales de su vida: “La poesia è una lunga solitudine”.
La historia comienza en el Barrio Latino, en la llamada orilla izquierda de París, un barrio que “debe su nombre a la Época Medieval, cuando los habitantes de la zona eran estudiantes que utilizaban el latín para comunicarse”. Horacio Oliveira busca a la Maga que ha desaparecido (Lucía es su verdadero nombre) y la seguirá buscando inútilmente, buscando y evocando en toda la novela y en dos continentes. En la medida en que desanda la calle del Sena, atraviesa el arco que da a Muelle de Conti y vislumbra el puente o pasarela de las Artes, que une el Instituto de Francia al palacio del Louvre, o viceversa.
Estamos ahora en uno de los escenarios más fascinantes del mundo, envuelto en una luz cortaziana “de ceniza y olivo”.
"¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico."
Todo lo que sigue es, también, pura magia.