La historia de la poesía dominicana de postguerra ha construido su imaginario entre la década de 1960 y la de 1970. Los poetas que han vivido su experiencia a caballo entre las dos décadas parecen moverse en un espantoso vacío, así como también en una crisis de identidad y búsqueda incesante del ser.

Los sesenta son de los años más difíciles y trágicos de la historia política dominicana, agitada y trastornada por problemas de orden público y económico que, heredados de los años precedentes, llegan a un extremo produciendo efectos fuertemente negativos en la vida nacional,  dirigida por una clase política incapaz de resolver las muchas dificultades con que se encara el país.

En ese clima de violencia, de ceguera e ineptitud política,  ¿quedaba todavía un espacio para los poetas? La poesía fue acusada de inútil, ociosa y de total incapacidad para incidir en el terreno de la realidad y en lo político predominaba el extravío y un sentido de malestar existencial debido a la imposibilidad de definirse, ya sea respecto a la realidad o a la literatura. El poeta se sentía burlado, escarnecido, marginado. Abandonados completamente en sí mismos y a su propio talento, los representantes de la generación de postguerra se vieron constreñidos a la práctica de una especie de empirismo absoluto, obligados a medirse con la poesía antes que con las poéticas en una diseminación de tendencias y horizontes.

De la reconquistada libertad expresiva y de la renovada fe en la poesía, surgió, en ese contexto, la obra de Enriquillo Sánchez (1947-2004). El viaje a través del ser, como materialidad imaginaria y deseante del cuerpo, hacen de la fantasía, el erotismo, el amor,  la soledad,  la mujer y la muerte, los temas centrales de sus principales libros, desde  “Por la cumbancha de Magita” del año 1976, “Pájaro dentro de lluvia”, con el recibiera el Premio Nacional de Poesía del año 1983,  “Sheriff ( c )on cream  soda”, Premio  Latinoamericano de Poesía Rubén Darío del año 1985, “Los cantos del  húsar”  de 1985  hasta “Memoria del Azar” del año 1997, con el que también recibiera el Premio Nacional de Poesía de ese mismo año.

La obra poética de Enriquillo Sánchez nos permite soñar con el misterio primigenio del paraíso perdido. Es un intento febril de alcanzar los orígenes, una tentativa de violentar los límites de la fruición en el mismo instante de la muerte. En otras palabras, el tiempo, en esta obra, es una realidad ceñida al instante y suspendida entre dos nada. El tiempo podrá  sin duda renacer, pero en principio deberá morir. Así, el instante adquiere una amplia connotación en esta obra: vivacidad de los sentidos, es igualmente un reto al tiempo, una crítica a las mixtificaciones de la historia y de la religión en el mundo occidental. El “cuerpo”, por su parte, conduce a una suerte de mística: espacio del instinto y del deseo; es también una topografía simbólica del universo, que va de lo sensible a lo mental; es el protagonista de un ritual (el erótico) que hace posible la encarnación del tiempo y de la totalidad.  En ambos casos, se trata de dos vías entrecruzadas que nos reconcilian con lo “real” del mundo.

El realismo poético de Enriquillo Sánchez no postula la existencia del no-yo. Creo que esta poesía se constituye como un monólogo dramático, y ese monólogo es, principalmente, el de un yo en relación con el tiempo. Su poesía supone la subjetividad de la experiencia y propone el poema como metáfora posible, pero no correlato objetivo, de una experiencia de otro orden. De ahí, creo, la recurrencia contínua a lo que alguna vez vivió, al bello verano en que fue feliz, por ejemplo: un lugar no localizado, mítico, en el que él y el tiempo fueron enemigos; el recuerdo, la irrecuperable lejanía que sólo el poema puede constatar; nostalgia de un momento particular de la existencia siempre con la misma connotación de juventud y felicidad (que para él son casi sinónimos):

“Volveré siempre que una fruta ruede de tu boca/hacia la más próxima galaxia enamorada./ Volveré siempre que tu pie huya de mis dientes/ y siempre que el aguacero inunde las canciones”.

No sólo la espiral se invierte en su desarrollo rítmico, sino también  en su desarrollo semántico. De lo anterior se deriva  que Sánchez “retome y enriquezca estéticamente el habla del dominicano de un momento histórico determinado (un habla que permanece en la memoria deseante) y a partir de ahí simboliza su vida y su sociedad”. “No por otra razón se mezclan con bastante fruición y dominio de la técnica del poema, como ha dicho José Mármol, registros expresivos propios del habla vulgar del dominicano, los ritmos musicales autóctonos y sincréticos, las fauna y  flora del ámbito ecosistémico caribeño y otros elementos materiales y abstractos”. Verbigracia, “la tigre”, “papichulo”, “novios de rompe y raja”, “bimbín”, “pupú”, “por donde le dicen cirilo”.

La concepción erótica de Enriquillo Sánchez se debate entre dos extremos; uno, proveniente de su intelectualización del verso, el hombre como ente verbal; el otro, que proviene de la sensualidad innata del poeta, el hombre como ser erótico. En la oposición de los dos polos se produce la extraordinaria riqueza de pensamiento y la complejidad y pluralidad de su erotismo. Deseo por el placer y, a la vez, deseo por la poesía. Subrayo algo que me parece esencial: en la escritura de Enriquillo Sánchez no hay un erotismo si no que cohabitan diferentes erotismos: el masculino, el alquímico, el femenino, el lingüístico, el corporal, y otros que quizás se me escapen en la celeridad de estos apuntes.

Ya no se trata  de una variante irónica que parta de una filosofía convencional; en realidad ya no cabe denominarla filosofía  en un sentido conceptual, porque no es una idea sobre el amor la que Sánchez percibe, sino una reacción pesimista tras haberlo experimentado.  Es, sin embargo, filosófico en cuanto que el amor como experiencia resulta problemático y paradójico. El problema básico del amor, en  nuestro autor, consiste en la trascendencia de la soledad individual que se extiende a una comunicación intensificadora.

La asociación implícita  de lo erótico y lo espiritual constituye una “filosofía de la experiencia” más profunda que la de la religión del amor del siglo XV. La concepción del amor y el erotismo en la poesía de Sánchez se aleja de la tradición renacentista en el sentido de que ni las mujeres ni el amor son objeto de idealización. Su dama es siempre una criatura de carne y hueso dotada de sentimientos y de debilidades humanas, pero siempre hermosa y deseable, tirando siempre incesantemente de las cuerdas más sensibles del corazón del poeta e hiriéndolo cruelmente  en la conciencia. No existe un culto a un amor espiritual situado en un reino ajeno al erotismo o a la sensualidad, y el amor no constituye un martirio que se sufre pacientemente sometido a un servicio altruista; Enriquillo Sánchez no podía apoyar ni de labios para fuera una convención de esta naturaleza; su hipocresía le hubiera llegado al alma. El amor es siempre carnal, y la volubilidad y la infidelidad son sus complementos naturales en esa área, pero en ello nada hay esencialmente cínico o desvergonzado. El amor no es la más espiritual de las experiencias humanas, pero sí la más gloriosa por la felicidad temporal que puede provocar. Hay una filosofía moral implícita en la poesía erótica de Enriquillo Sánchez, y de acuerdo con ella, se condena a sí  mismo, pero nunca condena ni al amor ni a la mujer ni a la Naturaleza por haberla creado y convertido  su anhelo en el centro de la experiencia del hombre.

El cuerpo y sus arideces, el encuentro erótico y su violencia, el amor,  operan en la obra de Enriquillo Sánchez como un puente hacia el más hondo conocimiento de nosotros mismos. Entre la soledad y la comunión del acto sexual Enriquillo Sánchez se inclina por esta última comunión.