Las marchas, contramarchas y contradicciones fueron claramente testimoniadas por las revistas, libros  y boletines de la época “Poesía de la crisis”, “De estos días”, “Novísima poesía dominicana”, “Al filo del agua”, “Extensión cultura”, “Boletín del Taller Literario César Vallejo”, “Isla abierta”, “Aquí”, “Yelidá”, “Scriptura”, “Garabatico”,  “Y Punto…”, “Letra grande”, “Cuaderno de poética”, “Nuevo Humanismo” y otras publicaciones y manifiestos que surgieron en el seno de los talleres literarios Domingo Moreno Jimenes, Juan Sánchez Lamouth, Paco Urondo, Círculo de Escritores  Romanenses,  entre otros. 

En los ’80 se produjo una profunda ruptura con el pasado, originada por la suma de acontecimientos culturales y extraculturales a partir de la guerra de abril del 1965. Precisamente, la década del ochenta finalizó sin responder a un interrogante polémico: ¿existe o no una nueva generación poética ochentista? Si existe: ¿de qué modo se inscribe en la actualidad, en torno a qué supuestos se agrupa cuando se agrupa? Notas, mesas redondas, muestras de noveles autores realizadas por los medios de difusión llegaron por lo menos a la conclusión de que existían algunos nombres. La respuesta pendiente es si la nueva promoción presenta un perfil propio, estéticamente plasmado, que la diferencia de los anteriores, renovando el juego de opciones y reencuentros que vitaliza a la tradición. Desde distintos ángulos y con diverso grado de lucidez, un puñado de novísimos autores mostró una ruptura manifiesta con el coloquialismo de los años sesenta, dentro de un espectro que va desde cierto “misticismo del lenguaje” hasta posiciones que reivindican para la poesía una expresión exploratoria, innovadora en el mejor sentido, del entorno y del propio instrumento verbal.

Hasta entonces, podíamos rastrear puntos de coincidencia entre los autores de esa década: de hecho, este criterio había sido el favorito de todos los ensayistas que se habían ocupado de las generaciones anteriores. Esta comodidad intelectual, que ya había entrado en crisis en los setenta, se extinguió en los ochenta, cuando empezó a operar un amplio panorama de fuentes literarias y extraliterarias, un dilatado abanico de posturas poéticas caracterizadas por la diversidad y la riqueza de imaginarios y textualidades, aspectos sobresalientes de la generación que hizo suyo ese segmento de las letras nacionales.

Eran tiempos de restauración democrática y de efectiva reinserción de nuestro país en el mundo. Nacía un nuevo fundamento de valor, influido por lo que hoy denominamos posmodernidad y todavía predominante en la cultura nacional, que rompía con el rígido discurso de los ’60 y nos instala en un complejo proceso de destotalización. En un panorama signado por el debilitamiento del ideal de vanguardia, la profunda atomización de la visión política y la caída de las utopías revolucionarias, no tendría que extrañarnos que además se relativizara entonces la trascendencia del saber y la razón, la teoría del progreso infinito y las nociones de futuro y de cambio. Con todos sus resplandores y oscuridades, esa nueva instancia nos ha permitido transitar un espacio de libertad, menor dogmatismo, flexibilización del análisis crítico y diversidad de estéticas. Sin lugar a dudas, el hecho estético se hallaba directamente relacionado con la nueva situación del país que ingresaba por suerte en una etapa de democracia y pluralismo.

Ciertos modos de la poesía dominicana de los años ochenta equivalen a miradas de ojos descentrados, fuera de sus órbitas y, asimismo, revelan el intento de hablar otra vez sin obviar que el lenguaje es el ámbito esencial del texto. De un modo u otro, el poema abre los ojos a las nuevas visiones y hallazgos y, siquiera con ignorancia, con distracción, con defensiva ironía, el lenguaje declara lo que no puede permanecer oculto.