Quién otorga voz al poema, sobre todo cuando el que lo hace es poseedor de una identidad y género diferente al autor, ha constituido una sempiterna inquietud entre académicos y escritores por igual quienes justificadamente, y preocupados en el devenir de la palabra, el lenguaje y su más sublime expresión, la poesía, auscultan tal acto, la acción creativa propiamente dicha y su destino final. Entiéndase que no hacemos referencia aquí a la voz poética en su sentido conceptual o hermenéutico, de exégesis, aunque sí quizás semiótico. Tampoco a lo que constituiría el logro de quien ya posee registro propio; estilo y recursos lingüísticos reconocibles o identificables. Nos interesa, por el contrario, ese desafiante proceso en el que el escribidor no asume el rol de hablador en el texto, o, pura y simplemente, asume la complejidad de ambos, en particular cuando se trata de una poeta.
Lo enunciado anteriormente representa apenas una de las múltiples aristas desde donde el universo poético de Andrea Cote Botero (Santander, Colombia 1981) podría y debería abordarse; inquietísima ánima joven quien tras el rastro de sus propios fantasmas-voces nos envuelve en la necesaria transformación de las experiencias, las suyas en nosotros y en otros, en palabras sobre la página, como ha afirmado la destacada poeta compatriota Piedad Bonnett. A propósito de la VI Semana Internacional de la Poesía Santo Domingo 2017 a celebrarse del 19 al 25 de octubre del presente año cabe destacar la presencia de Cote Botero en nuestro país por ella ser una más que merecida representante de la robusta generación de jóvenes poetas latinoamericanos pre millennials quienes felizmente –como es lo debido– han sacudido la tradición y la academia. La estética creativa y el universo temático del género mayor no con poca frecuencia secuestrado por el canon y las edades.
La autora que nos ocupa se desempeña como docente en uno de los dos únicos centros académicos estadounidenses poseedores de programas de creación literaria en español a nivel de postgrado (la Universidad de Texas en El Paso). Asumió esta posición tras completar una maestría en la Universidad de Los Andes de Bogotá y un doctorado en literatura hispanoamericana en la Universidad de Pensilvania. Sus libros incluyen Puerto calcinado (2000), La ruina que nombro (2015) y Chinatown a toda hora y otros poemas (2017). Además de haber sido antologada y galardonada en múltiples ocasiones (Premio nacional de poesía joven de la Universidad Externado de Colombia 2002; Premio mundial de poesía joven “Puentes de Struga”, UNESCO/Festival de poesía de Macedonia 2005; Premio al mejor libro de poesía “Citta di Castrovillare”, Italia 2010), la obra de Andrea Cote Botero está traducida al inglés, el italiano, chino, portugués, árabe, griego, alemán, macedonio y polaco.
…pero todo está muerto niña arrojada a esta tierra ofendida… Mansa, Marianita, /mejor acuéstate sin piel, /sin corazón /que tienes que dormir todo tu sueño /aunque la cara esté incendiada… Que hagas caso, /mi mimada, /que en mejor duérmete mi niña se ahogan todas las infamias… Yo se mi Marianita /que cuando despiertes ya sabrás /que te han puesto un dolor /en el centro del dolor… Acuérdate, María, /que somos /pasto de perros y de aves, /hombres calcinados, /cortezas vacías /de lo que éramos antes. Esta salva de versos extraídos de varios textos de Cote Botero, ¿Son acaso un dialogo con la María-mujer anónima herida por mil y más razones? ¿Conversa aquí la madre terrenal, la nuestra y la de la autora? ¿Son éstas ráfagas arrebatadas de los labios de la virgen divinidad que nos creó intermediaria ante un Dios impuesto? ¿Cuál es la voz, en suma, que vive esta prosa y cuál la que la imagina incandescente y valiente?
La urbanidad-modernidad “de sangre que lleva las máquinas a las cataratas y el espíritu a la lengua de la cobra” sobre la que nos advertía el Lorca neoyorkino, introduce al lector de Chinatown a toda hora a la irrefutable e insoslayable vertiginosidad contemporánea. Aquella donde la intolerancia, el (anti)tiempo, los ausentes y las ruinas que definen esa estación de la luz llamada ciudad forjan nuevas versiones de una Troya que fue y que hoy es Ítaca. Tal como alguien ya ha indicado, en esta obra la naturaleza parece haber sido suplantada por la arquitectura humana. Hay, por supuesto, también una China real de rosa moribunda, en la que en pleno centro del Tiananmen de aire irrespirable pletórico de cuerpos que faltan, Cote Botero anuncia cosas: …Soy una muchacha suave /–soy china– /como esa que usted cree /se vería mejor callada /y despeinada /en otra parte /y no aquí… En verdad, /señor, /yo soy Chinatown, /a toda hora /y en demasía, /tengo una calle en cada esquina del mundo /y soy, /naturalmente, lo único que nos queda.
Paz dijo seis décadas atrás en aquel monumental fajo que tituló El arco y la lira referencia obligatoria de toda actividad escudriñadora del pensar poético, “que gracias a la poesía el lenguaje reconquista su estado original. En primer término, sus valores plásticos y sonoros, generalmente desdeñados por el pensamiento; en seguida, los afectivos; y, al fin, los significativos”. Un siglo antes el mexicano fue precedido por Coleridge cuando al discutir sobre la relación entre aquél género y el arte estableció que “la poesía también es puramente humana; pues todos sus materiales provienen del pensamiento”; “(…) Del mismo modo, al recordar las visiones y sonidos que habían acompañado a las ocasiones en que surgieron las pasiones originales, la poesía, por medio de (tales) pasiones, los impregna de un interés que no es propiamente suyo, y, sin embargo, atempera la pasión con el poder apaciguador que todas las imágenes precisas ejercen sobre el alma humana”.
La dilatada cita contextualiza los textos de Andrea Cote Botero porque ellos brotan de la geografía de la interioridad, porque sus símbolos despiertan al amor y engrandecen lo doméstico; y porque ya sea la figura pater o la de una mujer que se rebela, habitan entre los laberintos de la contemporaneidad preñados de ansias, dolor, añoranzas y desesperanzas. De pasiones, justamente, marcados por una llaga que es la propia herida de la vida abierta en el cuerpo tal como desnuda hermosamente el poema “Olvidado Paisaje”:
Como a una muñeca rota /cuélgame los ojos de ver, /las manos de palpar, /pero déjame este pecho /sin pecho para no sentir de nuevo aquí, /en el medio, /tu don de esta sombra /que pesa como un cuerpo. /Sombra en sombra, /mi sombra, /que es la parte en mí donde más hurgas /y abres agujeros /que no sé coser /con éste, /mi cuerpo de tocar. /Pero dime además /si es para esto /padre /que me has puesto en medio de tus cosas /o para que te suplique /cada día, /cada noche, /que me des una mirada /y ni uno sólo más de estos verbos tristes y pesados, /que me siembres /en el medio de los ojos rojos /una ceguera de plomo /porque no sé, /padre, /para qué tantas palabras /y no poder hacer de esta rabia /un olvidado paisaje.