La escandalosa crisis sanitaria desatada por la pandemia global, con sus tres millones de contagiados y sus doscientos mil muertos, es indisociable de la crisis del capitalismo como sistema de dominación mundial. El capitalismo salvaje carece de una política sanitaria y de una política ecológica puestas al servicio de los ciudadanos y no sólo de las empresas y los mercados. Ha exaltado y validado el afán de lucro por encima de cualquier otro valor. Ha privilegiado la libertad del mercado por sobre la libertad del individuo, el beneficio económico por sobre el bienestar social. Ha mostrado una avaricia y una voracidad insaciables. No ha logrado conciliar economía y ecología, crecimiento económico con desarrollo humano y ambiental. La meta de “sostenibilidad” fijada por los organismos mundiales no ha podido hallar una fórmula conciliadora entre “crecimiento sostenible” y “desarrollo sostenible”. De ahí su rotundo fracaso.

La respuesta oficial a la pandemia del coronavirus ha sido encerrar y vigilar para prevenir. El virus (el miedo al virus) nos obliga a encerrarnos, a aislarnos; nos individualiza e inmoviliza, nos aleja y distancia de los otros. Nos vuelve ciudadanos dóciles y útiles, respetuosos de las medidas preventivas de excepción impuestas por los gobiernos. Una humanidad encerrada y aislada suspende los vínculos con la comunidad, la solidaridad entre la gente, el sentimiento y la acción colectivos. Es la realización del viejo sueño del Estado autoritario: tenernos a todos rigurosamente vigilados y controlados.

Sin embargo, frente a la pandemia se impone el sentido práctico: el aislamiento preventivo (“la cuarentena”), el distanciamiento social, incluso el toque de queda, son medidas necesarias para evitar el contagio y detener la propagación del virus. Pero lo que es una restricción puede convertirse también en una fortaleza. La cuarentena es un límite físico, no una limitación mental. Podría hacernos más fuertes, más resistentes, más solidarios. Una humanidad aislada, encerrada y vigilada puede volverse más reflexiva, más crítica y autocrítica, más sensible y solidaria.

Si bien fortalece al Estado de vigilancia global (el "ojo panóptico"), la cuarentena como experiencia límite es también una oportunidad única para replantearnos la vida y el mundo que nos rodea. Estoy convencido de que de ella podrían surgir valores reforzados, un sentimiento renovado de fraternidad y solidaridad entre los seres que comparten una misma condición de encierro doméstico. Porque no hemos dejado de comunicarnos, de llamarnos, de hablar y compartir con los demás el estado de encierro con los medios de que disponemos hoy: la internet, las redes sociales, la telefonía móvil. No hemos dejado de crear un sentir colectivo. Si la pandemia viral es global, el dolor y el sufrimiento, el miedo y el pánico al contagio, el temor a la muerte y la muerte misma, también lo son. Hoy, por fin, tal vez por primera vez en nuestra vida entera, todos somos contemporáneos de todos ante todos.

Que el mundo ya no volverá a ser el mismo después de esta pandemia parece bastante obvio. Cambiará, pero solo para volver a ser el mismo. Una vez más el viejo conde de Lampedusa tiene razón. El mundo no volverá a ser el mismo, claro, pero podrá comprenderse mejor. Aunque legítimo, el deseo de vuelta a la normalidad es un deseo engañoso, pues es el deseo de vuelta a una falsa normalidad: aquella basada en un modelo de desarrollo, un sistema de sociedad y un estilo de vida enfermizos, voraces y depredadores que precisamente han generado las grandes crisis de nuestro tiempo y que nos han llevado a esta calamidad.

Sabemos que todo lo humano tarde o temprano llegará un día a su fin y que hay eventos que lo aceleran. Este bien podría ser uno de ellos. El fin de la civilización humana es una posibilidad real. El fin de toda forma de vida humana sobre la tierra es ya perfectamente imaginable. Lo paradójico es que la propia especie humana se ha empeñado tenazmente en crear todas las condiciones necesarias y suficientes para su extinción.

Si no cambiamos nuestra mirada y nuestra actitud hacia la vida y el mundo, no habremos aprendido nada de esta crisis pandémica. La habremos superado en vano. Hay que pensar y actuar en el mundo de otro modo, de un modo complemente distinto. Hay que reinventar valores esenciales como la solidaridad, la responsabilidad y el respeto a la dignidad de toda forma de vida. Hay que concebir la salud con un sentido pleno en donde todo quepa y todo importe por estar íntimamente interconectado: la salud de los humanos, la salud de los animales, la salud de los entornos y la salud de los ecosistemas. Hay que crear un nuevo y universal humanismo.

Los ambientalistas y los científicos nos lo vienen repitiendo desde hace años ante nuestra proverbial sordera: es imperativo que cambiemos urgente, radicalmente la forma en que vivimos en este planeta azul. De lo contrario, todo colapsará, todos colapsaremos. La plaga viral es sólo el primer aviso.