La palabra, la palabra es cosa común. Gobierna la palabra las colinas quebradas, los ojos, los viñedos, el enorme océano, la vida en las aguas. Tiene la palabra una dinastía donde los dioses pulen superficies de barniz blanco.
La palabra sugiere todas las figuras; no hay vasija que la palabra no imagine para convidar brazos extendidos en actitud autoritaria. La palabra levanta templos. No perece en la rueda que afirma a la barbarie apuntando hacia el hombre. Tuvo lugar la palabra en un taller donde los artesanos ejercían oficios menores; ellos se prestaban al concurso del ingenio, exaltaban las acrópolis y la mirada hacia lo alto; hicieron una cordillera áurea con serpientes, clavaron al suelo mínimos adornos y se asomaron para custodiar la ofrenda del orgullo; sin embargo, olvidaron poner alas a un ángel que abría la gravedad del mundo.
Desde entonces existen las lápidas sepulcrales para los hombres, porque la ilusión del movimiento sólo alborota a la conciencia, la refleja en el día, la talla con enmudecidos labios.
Nunca comprendieron aquellos artesanos que se evoca, hasta la muerte, el duelo entre la apariencia y la materia.
La palabra no es para tenderse como uvas sobre el lecho, es para acaudalar al tiempo, oír el tumulto de una civilización que pervive con sus máscaras; es para demostrar la aflicción de un crucifijo y las hadas que juegan sobre las amapolas y el viento.
La palabra es un atuendo para las creencias, un hallazgo de la magnificencia, el observatorio más vulnerable para el espacio de lo eterno y la fértil fábula del sueño.
Quien conoce a la palabra tiene que ser un peregrino que evoca a la frágil vida, un peregrino sin agonía primitiva, sin gestos en el adiós, convencido de la promesa que se inclina al deseo del poder.
Nadie es dueño de la palabra, porque la palabra permanece despierta, apoyada sobre la dignidad de la vida.
Todos hablan de la palabra, y éstos (hombres, artesanos, peregrinos) son acróbatas de la palabra como sepultureros de la verdad; no conocen el trigo maduro ni los olivos ni los mares; adornan su palabra de llameantes mentiras, hacen florecer a las calumnias con cristales sin ver del azul cielo la fuga que ha dispuesto el artífice de la eternidad.
La palabra, a veces, es una roca triunfante y moribunda, con cansancio en los párpados, una tragedia condenatoria, postración a la carne y a los huesos, alzarse ante un altar de milagros.
Cuando los acróbatas se cruzan con la palabra sobre los ágapes de los relámpagos, los cielos han edificado un albergue para plasmar el incendio del huerto. El huerto es el tránsito del alma, la fenecida gloria de la mirada celestial, la faz como escudo, la faz como garganta, la faz como arco, la faz como semblante perfecto.
Yo no he encontrado a la palabra; soy mal discípula de mi tiempo; me obstino en enfadarme con la humanidad, con venerar el vendaval de la duda y labrar una anónima y discordante pregunta: ¿Por qué existir? ¿Por qué es tan extraño este ofertorio de sueños? Cuando intento labrar a la palabra pido arrebato a mi ángel complaciente, le pido demolerme, ceñirme al vacío, alargarme la sobremesa del impulso tenso, confinarme a la vulnerable terquedad, convencerme de que existo sin existir en un remolino anciano con techos y manuscritos sostenidos por la ternura de mi destino.
No sé cómo quebrar a la palabra, que contraseña usar para hacerla sacramental y piadosa; entonces discurro en el misterio para sembrar mi tránsito con sensaciones y muros de arcilla.