En sociedades leves, como la nuestra, a la gente le provoca el espectáculo de las palabras. Nuestra historia ha sido un ilustrado ejemplo de ese culto al verbo. Joaquín Balaguer, orador barroco y sinuoso, descubrió que la ignorancia se doma con el látigo retórico. Su grandilocuente discurso era recibido como bálsamo por una sociedad rural, analfabeta y supersticiosa.
Eran tiempos en los que el discurso, antes que una expresión ordenada a un fin persuasivo, servía como vanidosa ostentación de la erudición del orador. En ese entendimiento, más emocional que cognoscitivo entre el líder y la masa, poco importaba la sustancia del discurso, lo que pesaba era su efecto comunicativo en la emotividad popular. Todavía ruge en nuestro pecho el verbo ardiente de un trepidante Peña Gómez, quien cautivaba a la pasión más recogida desde su enardecida tribuna. Juan Bosch, por su parte, fue el único orador de nuestro tiempo que usó el discurso para persuadir a la verdad más que para estimular impresiones idolátricas. Su discurso argumentativo, didáctico y formativo nos estrenó en el razonamiento crítico de la realidad a través de un lenguaje llano pero provocador. Leonel Fernández concilia la retórica constructiva de Bosch con el impresionismo de Balaguer a través de una expresión comunicativa afectadamente teórica. Mientras Balaguer apelaba al lenguaje ampuloso y rebuscado, Leonel Fernández, sin apartarse mucho de ese rancio modelo, busca impresionar a través del manejo sofista de las construcciones conceptuales y de su ordenada exposición. La omisión de Antonio Guzmán e Hipólito Mejía en este análisis resulta obvia. Salvador Jorge Blanco no era un gran orador, su rígida articulación discursiva abrevaba de la formación forense.
Tener a un gobernante culto y que “hable bonito” era uno de los mejores lujos en una sociedad iletrada. Recuerdo, como tibia vivencia de mi juventud, la euforia que arrancaba en gente del campo la visita de algún mandatario extranjero al país; la comparación de su discurso con el de Balaguer era un ocio deleitable. Todavía palpitan en mi memoria las discusiones. Mucha gente ordinaria memorizaba fragmentos de discursos memorables de Balaguer. En la Cumbre de las Américas convocada en 1994 por el entonces presidente Bill Clinton, la presencia del caudillo en el foro era admirada con disimulado estupor por muchos gobernantes. El propio Clinton en su libro My Life, recogió, con expresiones francas, el asombro de ver a este casi nonagenario ciego entre tantos mandatarios jóvenes: “Los 33 presidentes electos democráticamente, del Canadá, Sur y Centro América y del Caribe estaban ahí presentes, incluyendo al Presidente Aristide de Haití, de 41 años de edad y a su vecino, el presidente Joaquín Balaguer, quien tenia ochenta y ocho años de edad, ciego y enfermo, pero mentalmente tan agudo como una tachuela."
Danilo: Su principal estrategia ha sido no parecerse a Leonel. Lo ha hecho de manera calculada, fría y callada. La prudencia en la gerencia del discurso le ha retribuido más simpatías que cualquier otra cosa, logrando hacer, con el silencio, lo que nunca se ha hecho.
Obviamente el discurso de Balaguer fue ovacionado más por la lucidez de su decrepitud que por su desfasado contenido. Balaguer renacía en la palabra pero su retórica, tan decadente como su arrugado semblante, perdía magnetismo.
Con la apertura y masificación de la información, la gente de hoy es más exigente. La revolución tecnológica ha hecho perder mucho asombro en la sociedad moderna, de modo que el arte de impresionar compromete un empeño titánico de creatividad. El éxito de Leonel Fernández estuvo en hacer oportunamente la ligazón descifrando los nuevos códigos generacionales. Frente a un electorado predominantemente joven y urbano, su discurso enganchó. El diálogo se hace fluido cuando un líder conoce el lenguaje y los signos de los tiempos y adapta su técnica comunicacional a los cambios de paradigmas.
Sin bien Fernández acreditó su liderazgo sobre un discurso surtido de conceptos vanguardistas, con el tiempo se fueron revelando dos “pesadas” debilidades: la primera, la desconexión retórica entre la realidad objetiva y subjetiva; y, la segunda, la inconsistencia entre la palabra y los hechos.
Leonel usaba la palabra para impresionar, olvidando que el discurso es más creíble y persuasivo en cuanto mejor interpreta la realidad objetiva. Sus disquisiciones subjetivas las dogmatizaba encajándolas en unos clichés tan ajados que hasta los comediantes de Telemicro, en sus sátiras, los recitaban. Los temas de sus lecturas personales eran notas que perfilaban su línea discursiva, solo para crear desvanecimientos febriles en sus leales; así el galanteo retórico se convirtió en un vicioso hábito que lo enamoró de su propia mente. En su enajenación perdió el sentido de la realidad y la comunión emotiva con la gente hasta el punto de que, al final de su mandato, su voz hastiaba. Las construcciones retóricas, bruñidas con un barniz esnobista, se alejaban cada vez más de los apremios cotidianos de una dominicanidad de subsistencia. Al final, Leonel era un gran extraño en un pequeño mundo de incontables carencias.
La otra debilidad es congénita en la fauna política, pero en Leonel asumió una dimensión surrealista. El divorcio entre la palabra y los hechos era abismal, sobre todo en la gestión ética del Estado. La corrupción nunca pudo haber tenido un predominio más soberano: fue cultura, filosofía, y temperamento de sus gobiernos. Sin embargo, todavía hoy, ya convertido en mitómano, el alicaído líder es capaz de referirse a sus gestiones como las más éticas de la historia, convicción delirante que lo empuja a considerar como difamatoria cualquier imputación.
Cada vez que hablo o escribo sobre Leonel me provoca esta obsesiva pregunta: ¿es posible que un gobernante con un ejercicio de doce años nunca haya admitido un error? Lo hicieron Napoleón, Hitler, Lenin, Stalin, Mao y Gandhi. He hurgado, con morbosa minuciosidad, en la historia y en las memorias de sus gestiones, solo para confirmar que no existen huellas de una espontánea o natural confesión humana como “me equivoqué” o “lo acepto” o “perdón”. A la sombra de esa realidad puedo descubrir la devastación interior que hoy abate a Leonel cuando el libertino rumor público lo relaciona con un bufón del más sórdido mundo llamado Quirino. Entiendo su trance depresivo al soportar este súbito halón a la realidad más burda mientras su acrisolado ego vaga entre delirios místicos que lo encumbran a las alturas de seres iluminados como Moisés o Buda. Es como tocar las dimensiones más extremas de la existencia humana sin haber pasado al menos por atajos que sirvieran de tránsito a experiencias intermedias. El golpe emocional es mortal. Soy de los que creen que, lejos de desalentarlo, esta contrariedad del momento lo provocará a buscar a todo precio una postulación. Se trata del orgullo herido en un hombre atípicamente soberbio. Demostrará que puede ir y ganar. Es un asunto imperativamente personal. Cuando el delirio se rinde a la decadencia, el orgullo tirano, armado de intolerancia, impone su razón sin remediar consecuencias. Una vez escribí: “Esos hombres hechos por el poder no toleran más caídas que la muerte y con ella arrastran la suerte de otros.”
Danilo Medina, un hombre opaco y sin presunciones, no ha necesitado discurso. Con la habilidad de un político sagaz, entendió que la palabra no podía admitir más estiramientos para cubrir la negación de los hechos; que Leonel había profanado su solemnidad despojándola de toda verdad. No ha hecho nada trascendente para merecer el más alto índice de popularidad en América Latina. Su principal estrategia ha sido no parecerse a Leonel. Lo ha hecho de manera calculada, fría y callada. La prudencia en la gerencia del discurso le ha retribuido más simpatías que cualquier otra cosa, logrando hacer, con el silencio, lo que nunca se ha hecho.