Somos parte de un sistema que nació durante la revolución industrial, cuando de repente las empresas tuvieron la habilidad de producir montañas de artículos materiales de la manera más rápida posible para el consumo humano.
Los pioneros del comercio entendieron que para que la producción en masa rindiera beneficios, era necesario un consumo masivo, por ejemplo la Coca-Cola. De manera tal, que los fabricantes necesitaban personas que compraran productos en masa, no necesariamente lo esencial, sino más de lo que dicta la necesidad. Y es que somos lo que compramos en un mundo de consumo en masa.
Al principio, no resultaba tan difícil vender. Al presente, nuestra economía en su totalidad se desplaza sobre los rieles de la prédica del gasto. Gracias a las compras online y el crédito fácil disponible, los mercados mundiales, en todo momento, están a la distancia de un “click” o el registro de la tarjeta por el verifone.
Ello ha conducido a una cultura donde muchos son consumidos por el afán de mantener la imagen, la reputación y la apariencia, por medio del poder de compra.
Los consumidores se gastaron vanamente, intentando sostener una apariencia exterior impecable, 2.8 billones de dólares en cremas anti vejez para la piel sólo en 2012, según la empresa de mercadeo Mintel.
Buscamos lucir lo que esta “cool”. Sin embargo, ese afán constante no surge de la nada. No es casualidad que la empresa Apple domine el mercado y haya generado 156-mil-51 millones de dólares el pasado año. La industria de la publicidad en Estados Unidos emplea 462-mil-300 personas, según el grupo Gale, dedicadas a convencernos de la necesidad de comprar lo que sea sin pensarlo dos veces.
La parte triste de esa orgía de compras, en aras del ego con la imagen impecable, es que produce el síndrome del comprador compulsivo. Compramos por necesidad, por vanidad, por sentirnos y vernos bien por fuera, aunque por dentro viva un monstruo, por ingenuidad, por la autoestima y hasta por ignorancia al consumir incluso sin saber cómo se pagará la cuenta de la tarjeta de crédito. Ni siquiera la falta de dinero detiene a ese consumidor enfermo.
Se estima que la deuda total de tarjetas de crédito sólo en Estados Unidos se proyecta en 870-mil millones de dólares. Dicha tendencia revela un materialismo rampante, la satisfacción galante y glamorosa de nosotros mismos, en una orgía de gastos en torno al becerro de oro del consumismo.
El consumo está alimentado por el crédito, inflamado por la publicidad y propulsado por la presión y competencia de y con los demás. Nos vanagloriamos llevando al Twitter y a Instagram los hastags #cárguelo y #puedopagarlo, en una cabalgata y un frenesí de sobregastos en cosas que no necesitamos, para impresionar a otros a quienes no les interesa ni les importa.
En el siglo XV la palabra “consumidor” significaba “aquel que dilapida o el dispendioso”. No hay razón para seguir apegados a un patrón que ha diluido la energía, la pasión, el tiempo y el dinero de millones de personas en el mundo, en una búsqueda infinita para sobresalir con lo más reciente de la moda en senos y glúteos, por ejemplo, aunque por ahora estos artículos no se pueden comprar usados.
Es mucho más fácil echarse a un lado y esperar a que el gobierno arregle el entuerto de un consumidor disfuncional y culpar a la economía por nuestro futuro financiero. Pero darle la espalda a las tarjetas de crédito y a la cultura del consumo en masa es algo que se puede controlar. No podemos culpar a nadie por caer en la seducción del brillo y el glamour, por demás deformadores y falsos.