Es penoso aceptar que a casi seis decenios de habernos dado una democracia sigamos sujetos a las veleidades de sus líderes. ¿Cómo concebir que en el umbral de un milenio iluminado por nuevas visiones nuestras políticas y acciones públicas sigan respondiendo al capricho de sus actores?
Desde que despuntó el duelo de egos entre Danilo Medina y Leonel Fernández los apremios institucionales quedaron pendientes de esa pugna. Pocas iniciativas de reforma o acciones públicas suelen interpretarse al margen de tal diferendo, como si la suerte del país estuviera inexorablemente atada a su desenlace. Algo peor: los asuntos decisivos de la vida nacional siguen arropados por esas contradicciones. No hay nada que se sustraiga al cedazo de su escrutinio. Así, si se acusa judicialmente a un exfuncionario leal a una facción es solo para perjudicar políticamente al líder; si se somete una reforma legislativa, hay que determinar en qué parte afecta a una corriente u otra; si un órgano público toma una decisión, se presume que lo hace para obstruir los intereses del líder contrario. Recientemente la Junta Central Electoral, en el ejercicio responsable de sus funciones, prohibió toda actividad proselitista y el despliegue de propaganda en los medios de comunicación y en espacios públicos. Esa decisión, que en otros contextos es rutinaria y hasta innecesaria por obvia, fue suficiente para suponer que se buscaba limitar el madrugador proselitismo de Leonel Fernández. Así no se puede construir una institucionalidad racional.
Pero el peso de mi crítica no cae precisamente sobre los protagonistas de esas corrientes en pugna; ellos se asumen como dueños del país y —con casi veinte años en el poder sin perturbaciones— tendrán sus razones. Mi encono se vuelca sobre una oposición política flemática, anulada y sin capacidad para generar un tema que pueda calar o sostenerse en el debate público y que le robe atención a esa bizantina disputa de intereses. Precisamos de una oposición de respeto que coloque en el núcleo de la discusión las políticas estructurales que deben armar nuestro futuro. Y es que las irrupciones de la oposición en el debate son episódicas, críticas y reactivas. Pocas veces da un primer golpe, presenta una propuesta original, asume una defensa consistente, mueve o impone una agenda pública relevante. Ni siquiera es capaz de juntarse para pensar colectivamente.
Este es el momento en el que la oposición debiera estructurar un observatorio técnico permanente para el seguimiento del caso Odebrecht, integrado por sus juristas más destacados; de que sus equipos económicos formulen propuestas legislativas en materias tan sensibles como el endeudamiento, el presupuesto, la ejecución del gasto y la fiscalización de las cuentas públicas; de llevar a la población proposiciones conjuntas de reformas institucionales. Necesitamos una oposición de fuertes músculos y claras neuronas con presencia protagónica en el mismo corazón de los debates públicos; que dialogue con la sociedad civil; que se convierta en contrapeso racional, sustantivo y legítimo del poder.
La oposición le ha seguido el juego al oficialismo, acomodándose a su disputa a la espera de ver qué provecho le saca. Así no se hace un ejercicio responsable ni respetable. Veo a una oposición rendida, pasiva y espectadora. Su único horizonte es el 2020 y aún así no da muestras de poder. El PRM se debate en el silencio de sus contenidas tensiones, las que de seguro detonarán cuando se haga irreparable la grieta del oficialismo. Hipólito Mejía espera señas de Danilo Medina y Luis Abinader flirtea con el descontento de los leonelistas. Los demás “opositores” vagan como zombis en andanzas quijotescas humedecidas por sueños palaciegos mientras imploran por cataclismos sociales para llegar.
¿Se ha preguntado alguna vez alguien si el dominio del PLD en el poder se justifica solo en su fuerza y no en las debilidades de la oposición? Hace unos meses les presenté a un grupo de muchachos un video de YouTube que recogía una pelea encarnizada entre un gallo y un perro. El gallo, enardecido, tiraba espuelazos certeros que laceraban hasta el desgarramiento el hocico del perro. En un momento, el perro se convenció de que la lucha era muy desigual y, para no ver agujereado uno de sus ojos, salió huyendo. Se inició así una rabiosa cacería del infundido gallo, que le hizo correr hasta que, despavorido, el perro se trepó como pudo en un muro. Con este relato visual quería convencer a los jóvenes de la virtud del valor propio frente a las adversidades, condición que no repara en las limitaciones cuando hay una determinación clara de triunfar. Cuando creía tenerlos persuadidos, uno de los muchachos me sorprendió con esta desconcertante conclusión: “Profesor, con todo respeto, pero creo que ese no es el mejor ejemplo, porque me parece que no es que el gallo sea valiente, es que el perro es pendejo”.
Los ciudadanos estamos cansados de un ejercicio político que se agota en la crítica sin mayores implicancias. Hay un núcleo electoral críticamente demandante y con sensibilidad para discernir lo que realmente necesitamos. Ese voto inteligente sabe medir razonablemente las ofertas y no le basta salir del PLD como última razón de su decisión electoral; quiere saber para qué y con quién: si es para conducir a cambios verdaderos o poner a otros a hacer lo mismo. Para ese votante, el papel de la oposición no solo debe ser táctico (alentando las discrepancias del oficialismo), sino estratégico (promoviendo las nuevas visiones de la institucionalidad que necesitamos). Lo siento, pero esta oposición no está a la altura de la crisis: o cambia o se queda. ¿No será ese perro asustadizo?