Desde hace varios años viene llamando mi atención la ola de ultraderecha que ha arropado gran parte de la discusión de los temas públicos en la República Dominicana, y es precisamente en este contexto que leo, hace algunas semanas, un artículo del colega Bernardo Vega en el que describe la corriente derechista que recorre al mundo y que, según su autor, no ha llegado a nuestro país.
Pone como ejemplo la fuerte presencia en el electorado de partidos neofascistas en Europa, así como la fuerza de Trunp en la precampaña de Estados Unidos, todos caracterizados por la furia contra la inmigración, propuestas de construir muros, activismo contra algunos derechos humanos, cierto fundamentalismo religioso y desprecio al que es diferente, incluyendo amenazas de violencia contra el que no comulga con sus puntos de vista. Y no advierte Bernardo que en los EUA Ted Cruz, el otro aspirante con reales posibilidades en su partido, era aún más temido que Trump por sus ideas ultraconservadoras, aunque no usara el mismo lenguaje.
Pero volvamos a la República Dominicana. Podría decirse que la ultraderecha no ha logrado articular un proyecto partidario vendible ante la gran masa de población, quizás porque el partido que mejor la representa se ha pasado más tiempo defendiendo los más grandes fraudes, electorales y bancarios, que conoce la historia dominicana, y de fraudes menores, como el de los Rayos X, que en la promoción de sus creencias.
Pero confieso que en mi imaginación nunca cupo que la ultraderecha llegara a tener tal grado de influencia en la vida pública del país como se ha visto en tiempos recientes. El primer aviso lo vimos con la reforma constitucional del 2010, que se quiso vender como una Constitución para el Siglo 21, y se le terminaron de introducir una serie de preceptos más bien propios del Siglo 19.
Particularmente, la discusión pública que tuvo lugar respecto a algunos artículos, como el referente al derecho a la vida, y después la arremetida contra cualquier posibilidad de permitir el aborto, aún en casos de concepción por incesto o violación o de riesgo de muerte de la mujer. El radicalismo alcanzó dimensiones hasta el uso de términos denigrantes contra el que pensara diferente, como el de llamarles “antivida” como si se tratase de criminales, o proclamarse ellos “provida”.
La segunda ola se elevó tras la deplorable sentencia del Tribunal Constitucional contra nuestros compatriotas hijos de inmigrantes negros, y el hecho de que apareciera tanta gente dispuesta a apoyar esa monstruosidad. Con sorpresa vimos gente que jamás se nos habría ocurrido creer que pudieran justificar esto, y que llamaran a producir violencia y muerte contra los que discreparan, considerándolos “traidores”, aún cuando exhibieran una trayectoria de defensa a la patria como los mejores dominicanos.
El tercer evento se relaciona con el nombramiento en el país de un embajador de los EUA homosexual, casado con otro hombre y que no oculta su condición. La homofobia e intolerancia alcanzó una nueva expresión.
El poder de atracción de estas ideas se ha mezclado con otros elementos. Uno de ellos es el antinorteamericanismo de algunos antiguos izquierdistas, bajo la aparente premisa de que todo lo que defiende el gobierno de EUA es malo por naturaleza, comenzando por difundir el viejo invento propagandístico de Balaguer de un supuesto plan de fusionar la isla, hasta creer que hay un plan para homosexualizar al pueblo dominicano. ¡Vaya tamaños disparates! Pero la mezcla más visible de esta corriente ultraderechista es con las creencias religiosas. Por eso dichas ideas parecen haber ganado más terreno entre los más fanáticos, católicos y evangélicos, lo cual las hace más peligrosas, porque son muchos.
El calor de la campaña electoral ha hecho pasar a un segundo plano esta corriente de odios e intolerancia, pero está ahí y volverá con igual fuerza y, quién sabe si hasta logren en el futuro alcanzar cuotas de poder mayores de las que han tenido. Y hasta lo peor que podamos imaginar, como ya conoce la historia europea, desgarrada por todos tipos de fundamentalismos.
Hay un cuarto punto que define a la derecha radical y está presente en nuestro país, pero no es cosa de ahora y está mucho más difundida a todos los sectores, que es la fobia a los impuestos. En la discusión política de la presente campaña parece haber una competencia entre candidatos de todos los partidos por decir que van a bajar los impuestos, o en el mejor de los casos, para no mencionar el tema. Ahí no hay diferencias entre izquierda y derecha; o mejor dicho, todos son derechistas.
Vamos a ser francos: en los países más desarrollados de Europa, Asia y Norteamérica, el punto más permanente de discrepancia entre la izquierda y la derecha es el de los impuestos. En todas partes, bajar los impuestos es una consigna de la ultraderecha. Que en nuestro país sea lugar común de todos refleja más bien la falta de confianza en el Estado, por la corrupción y la ineficiencia. Pero siendo así, el pensamiento progresista tendría que poner el énfasis en corregir los males que restan confiabilidad al Estado, en vez de sustentar consignas que tiendan a debilitarlo más.