Este artículo me expone a serios peligros, pero como la cobardía no es justamente una de mis flaquezas, lo escribo consciente de sus consecuencias. A algunos les será suficiente leer el título para eructar una combustión infernal de prejuicios; a otros les bastará leer el nombre que lo titula para engullir de un bocado su contenido. La razón tiene un nombre: Edward Chá, el personaje más conflictivo de las redes.
No existe espacio cósmico donde el Chá pase y deje las cosas como estaban. Es un “trastornador épico” del orden convencional: desarma los paradigmas como quien ajusta una tuerca floja. Hallar un ser que genere lecturas tan tropezadas es una aventura de ciencia ficción. En él cohabitan de forma promiscua la admiración con el aborrecimiento. Y es que el Chá se toma muy en serio su necio oficio de “desmitificador” y para hacerlo cuenta con la navaja más cortante: la ironía, un utensilio retórico que maneja casi a la perfección para desgracia de sus contrarios. Su sarcasmo frío, mordiente y sádico siempre lo pone en la médula del debate. Por eso dudo que en la intensa vida de las redes habite un cibernauta tan admirado como aborrecido. El Chá no acepta matices ni tonos de afecto: se le ama o se le desprecia, y punto. Eso lo convierte en un mito urbano aclamado por una generación amotinada en contra de los convencionalismos de una sociedad pálida.
Sucede que Edward Chá desde hace casi dos años viene amenazando con escribir una novela. Obvio, las víctimas de sus ataques cotidianos han esperado impacientes ese pletórico momento para asegurar su venganza final; entre su legión de admiradores se desató una porfiada disputa sobre las conveniencias de esa intención, conscientes del intenso odio de sus adversarios. El propio Chá advirtió con exagerada anticipación la firmeza e inminencia de su promesa hasta que por fin salió La solución final de la cuestión proletaria, la primera obra del Chá. Las críticas han llovido a escala diluviana a favor y en contra, como era ineludiblemente predecible. Algunos de sus detractores más estelares han recomendado no gastar dinero ni tiempo en esa cosa; otros han jugado a la apatía, convencidos de que cualquier juicio abonaría interés por la obra. Mientras tanto, aumentan las ventas en Amazon y no por gratitud ni por morbo, que conste.
Liberado de los prejuicios leí la novela de Edward Chá y puedo decir que me gustó sobremanera. Pocas veces me ha provocado un estilo tan genialmente desalmado. Pero antes de entrar en las razones, indico, como “advertencia de uso”, a cuáles personas no les recomiendo su lectura: a los puritanos de las formas, a los fanáticos, activistas y militantes de los “ismos”, a los que no entienden la sátira como género literario y a los devotos de las buenas maneras. Es muy probable que solo ver la irreverente caricatura que le da imagen a la portada sea razón instintiva para soltar la obra; los más osados llegarán hasta la página diez, convencidos de que pierden el tiempo o que fueron timados.
La novela del Chá es una sátira moderna que ridiculiza la vida de una familia rica en una sociedad visceralmente pobre. Penetra a su mundo de liviandades para destapar sus poses, dobleces y falsías. Los Agraciado son unos burgueses de presumido abolengo que enfrentan la desgracia de perder su estatus social por la quiebra de su negocio: una industria cosmética que no hizo a tiempo el tránsito hacia la modernidad (o hacia la “reconversión competitiva” para usar un cliché corporativo). Sus marcas quedaron como añoranzas de pasadas generaciones. La idea de perder los glamorosos estilos, hábitos y dispensas de su noble vida confronta a los Agraciado con el pánico más catastrófico: volver a la clase media; tanto que los pone a delirar con tramas siniestras, como matar a sus empleados para liberarse del pago del pasivo laboral. Don Augusto Agraciado es el típico empleador indolente, tiránico, tacaño y desconfiado que con base en artimañas y viejas pericias logra amasar una fortuna que ve caer a su pies por los señoriales derroches de su esposa María y de sus hijos Claudio, Agripina, Mercedes y Sara. La degradación social los aterra, por eso tratan de reinventar su cotidianidad con malabares sinuosos para disimular su decadencia.
La sátira del Chá no es afectada ni pretenciosa; nace de la espontaneidad, abreva de su carácter incisivo como marca distintiva. En ella no se revelan intenciones comparativas ni influencias inducidas. Desde ese ángulo, la obra es limpiamente honesta. Nada que ver con Charles Dickens, Octave Mirbeau o William Makepeace, pero sí armada por una inteligencia cáusticamente creativa.
Hay dos estilos/géneros de espinoso cultivo: la brevedad y la sátira. Requieren de una inteligencia ágil y de una imaginación audaz. Desde que conocí al Chá, a través de las redes, percibí en su genio un sentido casi natural para la sátira y en ocasiones lo alenté a disciplinar su talento. El Chá aceptó con incredulidad mi reconocimiento y provocado por su inmadurez prefirió seguir jugando a l’enfant terrible ganando enemigos y bloqueos diarios en la redes. Más asentado, y después de un súbito autodestierro reflexivo, el Chá empezó a escribir su primera novela, pero su sarcasmo es tan irrefrenable que se mofaba de su propia pretensión. Felizmente el Chá abandonó sus complejos y nos regala en su novela un esfuerzo que sin halagos pegajosos abre un nuevo surco en un género prácticamente desierto de la literatura dominicana.
El humor sádico es la especialidad del Chá. En ese arte oscuro es impenitente: no lo contienen las reverencias ni las fronteras. Es tan fuerte su dominio que no hay manera de reír sin el acoso de la culpa. En ocasiones es inevitable pensar si alguna vez en la conciencia del Chá habitó la misericordia. Sin embargo, en su novela destellan (como ráfagas de tímidas culpas) algunas apelaciones sentimentales y episodios de una extraña ternura, que el mismo autor se encarga de fulminar con el tornado de su devastadora ironía.
Algunos han sugerido que la trama quedó apresada en sus propios laberintos o que realmente la novela no cuenta con un argumento vertebral porque su contenido se consume en una yuxtaposición de episodios remendados. No comparto esa valoración; es injusta. Tal impresión nace quizás en el hecho de que el Chá titula episodios o hace incursiones colaterales que “ensanchan” el argumento pero sin perder la línea troncal o matriz que le da unidad y perspectiva. Un punto débil de la obra es el manejo de los diálogos. A veces en las conversaciones familiares no se sabe con precisión cuál es el interlocutor que habla, por eso hay que apelar episódicamente al contexto.
Pocas obras dominicanas he disfrutado como esta. Más en un medio donde se publica mucho y se escribe poco; donde Las 50 sombras de Grey, de E. L. James, la producción industrial de Coelho de Souza o la literatura del éxito y la autorrealización marcan tendencias de lectura. Recomiendo la novela del Chá con el riesgo de que esa sola invitación baste para algunos descalificarme. Me importa poco ese juicio cuando son las endorfinas las que te premian por este vaciado de humor inteligente aunque sepa a hiel. La solución final de la cuestión proletaria es una propuesta meritoria, como género de escasos cultores, en la crítica mordaz a una sociedad plástica, hedonista y de falsas apariencias. Lectura ligera, fácil y entretenida de principio a fin. Enhorabuena, mi sir Chá.