En lingüística la norma no se confunde con la virtualidad del sistema. Generalmente la noción de norma lingüística se asocia con las prescripciones de la Academia de la Lengua Española, que antaño tomaba como “modelo” a escritores e intelectuales. Por eso, cuando un profesor de español, o de cualquier otro idioma, escucha la palabra norma se traslada mentalmente al terreno de lo correcto y de lo incorrecto; de lo permitido, versus lo prohibido.

Por supuesto, esas ideas del término no responden a criterios lingüísticos; puesto que la norma se construye en las hablas y es fijada por la tradición, es decir, la historia. La gente habla siguiendo unas reglas aprendidas en el contexto social porque se apropia, sin justificación, de las reglas convencionales (arbitrarias) que lo hacen comprender y ser comprendido por los demás, identificándose, en cuanto a prosodia y acento, con su comunidad de hablante.

Los hablantes no se preguntan, por ejemplo, por qué el grafema /r/, en tanto alófono, es pronunciado como vibrante múltiple en posiciones pre y posconsonánticas, en palabras como: rabia/rato/rombo/rumbo, ni por qué, sin embargo, en posición intervocálica suena como vibrante simple en palabras como: interino/sureño/literatura/Sara/misericordia/arenoso, etcétera. Los avances en lingüística diacrónica nos permiten comprender que tal tendencia se originó en un habla, para luego extenderse a todo el sistema, en un período aproximado de veinticuatro siglos.

El lingüista Eugenio Coseriu, en su libro “Sistema, norma y habla” afirma que “es norma todo aquello que sea de uso constante, en una comunidad” (1976). Esto significa, entonces, que el conjunto de reglas que rige los usos espontáneos de una comunidad son creadas históricamente  por los hablantes. No es posible, por lo tanto, hablar de “la norma”, en singular, sino de “las normas”, como tantos geolectos, dialectos, variantes dialectales y sociolectos, etcétera, existan en una lengua.

No se trata, pues, de clasificar los usos solo en correctos e incorrectos. Imagínese, por ejemplo, que se encuentra sentado en algún lugar del mundo, rodeado por personas que expresan lo siguiente:

  • “Vamo, vamo, uno má, péguense como anoche…”
  • “Cuando cruce”…
  • “Vamo, vamo, no me caliente lo cualto”…
  • “Se acaban lo chelito…”
  • “Ahí caben tre má”
  • “Wey, al fabol cuando pueda, me deja”
  • “La ba rompé, balbaraso…”
  • “Crúsame pol encima”
  • “Tente cuidao si me pasa del semáfaro”
  • “En la casa de ese no hay nevera…”
  • “En la próxima equina, chofel”…

La lista anterior corresponde a una muestra grabada del habla del chofer de carro público y sus pasajeros. La norma de estos hablantes es un legado tradicional que se construye en torno al transporte urbano. Cualquiera pudiera pensar que en las muestras transcritas no hay norma. Si ese alguien se refiere a la norma culta propia del habla de Pedro Henríquez Ureña, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Gabriela Mistral, Andrés L. Mateo, Manuel Matos Moquete, Diógenes Céspedes, Carlisle González, Celso Benavides, Remigio García, Yrene Pérez Guerra, Bartolo García, Rafael Morla y Odalís Pérez, etcétera, entonces tiene toda la razón. Y es que no se puede buscar la norma de una cultura en otra. La cultura literaria tiene sus contextos y sus hablantes. En el ejemplo anterior estamos ante una norma correspondiente a una cultura coloquial, no escolar. Por lo tanto, en el habla de un chofer de carro público y sus pasajeros no podremos hallar otra norma distinta a la del contexto del padre de familia dominicano.