En septiembre de 2013 la firma consultora internacional Mitofsky, según publicación de la revista Forbes de México, colocaba a Danilo Medina como el presidente más popular de América Latina con un 88 % de aprobación, seguido de Rafael Correa con un 84 %, Ricardo Martinelli con 69 %, Daniel Ortega con un 66 %, Mauricio Funes con un 64 %, Enrique Peña Nieto con un 56 % y Nicolás Maduro con un 48 %.
Cinco años más tarde, este es el cuadro: Rafael Correa en proceso de investigación; Ricardo Martinelli actualmente preso en Panamá; Daniel Ortega en el umbral de una insurrección civil; Mauricio Funes, exiliado en Nicaragua con un proceso judicial abierto por corrupción en su país; Enrique Peña Nieto termina su mandato con un precario 20 % de aprobación y abatido por los escándalos; Nicolás Maduro, aislado, aborrecido y gobernando por decretos.
Siempre sostuve que una cuota esencial de la popularidad del presidente Medina era prestada y respondía al odio que en su momento avivaba Leonel Fernández en los estamentos medios. Joao Santana, su estratega estrella, estudió “molecularmente” a Fernández para convertir a Medina en su negación genética. Así, más que una propuesta fundada en sus propios atributos, Medina era una construcción artificiosa fabricada con los despojos de Leonel; en ese diseño el presidente era el hombre cercano, pragmático, ético y sencillo; un prototipo mercadológico opuesto al hombre distante, conceptuoso, indulgente y posado que encarnaba Leonel Fernández.
En la medida en que Fernández perdía gravitación y recuerdo públicos, el presidente cimentaba su propia personalidad y ya para la reelección la comparación, sensiblemente diluida, devenía en ineficaz. De modo que la táctica de Joao Santana fue asestarle un nocaut de primer asalto a Fernández con una trama de anulación de golpes bajos. Cuando el expresidente vino a reaccionar ya había anochecido. El partido era del presidente Medina y el poder aplastó a un Leonel Fernández contraído. Con esa arremetida, Medina, un hombre de ciegos rencores, le recordó a su rival que el poder era para usarlo como una vez lo hicieron en su contra cuando dijo: “El Estado me venció”.
También sostuve en su momento que la reelección era un lujoso pecado del presidente. Con ella Medina puso al descubierto un apetito obsceno por el poder que empezó a revelar una personalidad mitómana, ambiciosa e intrigante. Las oscuras consecuencias de su pecado lo han hostigado hasta la amargura. La semana antepasada escribía y hoy enfatizo que el presidente había perdido la jovialidad, la sonrisa y la relajación; es un “hombre abrumado, hosco, huidizo e impaciente, que apresura las preguntas y contesta de forma fastidiosa”. Medina entra así a un ocaso tormentoso, flagelado por su peor pecado. Es un hombre contrariado; cercado por las culpas y desmentido por las evidencias. Impedido de hablar, consciente de que al hacerlo se hunde más.
El presidente perdió el sueño desde las pasadas elecciones. Después de un trauma electoral pesaroso, le cae encima todo el peso de Odebrecht, una avalancha que a su paso ha arrastrado a presidentes, ministros y empresarios del continente. Fue un lóbrego augurio perder a Joao Santana —el mismo cerebro de Lula y Dilma— en plena campaña electoral. Desde entonces, Medina ha llevado calladamente su pesadilla y sin posibilidad de seguir disimulando. La credibilidad del presidente es una barata lentejuela. Era previsible que desde que la población supiera la acusación del procurador —y sus negociados alcances— se precipitaría la resistida caída del presidente. Lo que sigue es una noche oscura y larga.
Tan pronto la duda de una nueva reelección se filtre en el Gobierno, la codicia de sus funcionarios quebrará la poca contención que ha tenido, y la corrupción, a sus anchas, terminará por rematar el derrumbe. Sobre eso el presidente sentirá la desbandada de los afectos fingidos. No dudo de que el final de Medina sea más ruinoso que el de todos sus predecesores. La indignación acumulada por el engaño de Odebrecht es irredimible. Saber que este señor entregó a Punta Catalina por Joao Santana y no conforme con eso le mantuvo un contrato pagado con los impuestos de todos fue una franca y vil perfidia.
El presidente está ansioso porque se acorten sus días; demorará lo más que pueda el anuncio oficial de que no se reeligirá, con el propósito de agenciar salvoconductos seguros para su salida. Que nadie se equivoque: Danilo no está en reelección; es más, le aterra pensarlo. Ese hombre quiere salir con el menor daño. Por eso está obligado a un pacto político con quien le ofrezca un plan de evacuación sin riesgos. En ese apuro es imperativo un entendimiento con su rival, Leonel Fernández, quien por volver al poder es capaz de negociar hasta su alma. Los peledeístas —adictos al poder y ante una amenaza cierta de perderlo— abandonarán resueltamente sus rencillas. La otra alternativa de Danilo es minar la frágil oposición para que uno de sus pupilos pueda competir en condiciones realizables —alentar las candidaturas de “los muchachos” es el escenario alterno de esa contingencia—. Si ese plan no resulta, le queda la última opción: negociar por debajo un entendimiento electoral con un “opositor” para darle un endoso electoral como el que le garantizó la victoria a los Vicini en Santo Domingo. ¿Pueden ustedes creer que esa posibilidad es la que tiene en las nubes a don Hipólito Mejía?
Lo que nuestros líderes pocas veces han considerado es que la política es sensiblemente contingente y que la sociedad responde a las circunstancias de forma distinta. Quiérase o no, la actitud pública frente a la corrupción cambió en apenas dos años, el mismo tiempo que lleva mudo el presidente. Parece que aquel aforismo parroquiano de vez en cuando prueba su sapiencia: “una cosa piensa el burro y otro el que lo apareja”…