Una vez más la llaga supura en el cuerpo policial. Esta vez, en una parte de su estructura hace tiempo bajo sospecha, y denunciada por el rumor público: la Dirección Central Antinarcóticos (DICAN). Hay implicados. No sería de extrañar que las autoridades conocieran ya con lujos de detalles las intimidades de la operación mafiosa. Falta el cargamento de drogas. Puede que se encuentre, puede que no. Ahora viene lo difícil: hacer justicia.
Hartos estamos ya de esa manera particular, impúdica e impune, en la que miembros de nuestros cuerpos uniformados son tratados por sus instituciones y por el sistema judicial; en particular, aquellos de rayas y estrellas. Es una burla, una patada sarcástica a esa impostergable necesidad de hacer entender a los ciudadanos que la ley existe para todos.
De manera consuetudinaria, la jerarquía civil y militar coopera para acomodar a los delincuentes de su entorno, ayudándolos a terminar libres y disfrutando del fruto de sus tropelías. (Me refiero a los pocos que atrapan presionados por algún escándalo o las constantes denuncias de un reducido número de periodistas; o forzados por poderes extranjeros luego de negociaciones sórdidas y secretas). Es un descaro.
Si se pretende una revolución educativa, la asignatura principal es la ética, y no pueden olvidarlo los gestores de esa pretensión. Para esa materia no existe otra metodología de enseñanza que el ejemplo y la praxis. El individuo se moraliza en convivencia y vivencia. Sin esa experiencia no hay catequesis, escuelas, ni discursos que valgan.
Igual sucede con las sociedades. Es inútil la retórica moralizante si las figuras paternas de una comunidad – gobierno y autoridades – son percibidas ajenas a la ley o acomodándolas a su antojo. Si la población no es testigo de castigos ejemplares – pedagógicos, si se quiere- todo se quedará en un inútil bla, bla, bla.
Esa rutina infame de puerta rotatoria con la que se viene tratando a nuestros uniformados, cuyo único crimen punible parece ser el homicidio, debe concluir. Entrarlos a la cárcel por una puerta y sacarlos por la misma en un dos por tres es complicidad de alto nivel. Hemos visto docenas, por no decir cientos, de oportunidades que habrían permitido terminar con ese hábito nefasto. A veces nos han hecho creer que la lección de ética ciudadana comenzaba; y no es sino cuando vemos en las calles, o reinsertados de nuevo en la tropa, a los malandrines de caqui y de gris, que nos embarga el desengaño, comprobando que sigue a la saga el fundamento de cualquier transformación educativa: el respeto y la credibilidad a las leyes de la nación.
Escuché esto hace mucho tiempo en boca de un estudiante de medicina inglés al hacer hincapié en la veracidad de sus comentarios: “palabra de hombre uniformado…” Era una expresión frecuente entre los británicos de la época, que supongo seguirán utilizando. Nosotros estamos lejos de sentir confianza en nuestros uniformados. Pero la falta de severidad y el acomodo retrasan cualquier intento de lograrla.
Debemos vernos en el deprimente espejo mexicano. Allí se ha perdido el control de gran parte de la policía, que opera al margen de la ley. No descartamos la posibilidad de una situación similar en el país. Por eso seguiremos insistiendo en el valor pedagógico del castigo ejemplar como única manera de evitarlo.