La muerte anda siempre pisándonos a todos los talones. Es una presencia concreta, perceptible, real, demasiado real. Más que eso: es lo único verdaderamente real. Pero mientras no se la ve cara a cara, en el rostro ajeno, o se la vislumbra en el propio, no se puede tener de ella noción alguna. La experiencia del temor a la muerte, y la de la muerte de los otros, es una experiencia única y reveladora que se produce en un momento también único y revelador. Pocas cosas favorecen tanto el despertar de la conciencia adormecida.
Hasta mí llegan noticias de muertes que me tocan de cerca. Y una vez más constato lo impredecible y lo irremediable. Y me asombran las tantas formas de morir que existen (¿serán infinitas?) y cómo la muerte echa mano de su amplio catálogo de causas y modalidades. Un familiar muere tras una larga lucha contra una enfermedad irreversible; alguien conocido es brutalmente asesinado; otro cae fulminado como por un rayo directo al corazón. Los dos primeros sufren mucho; el último, apenas. Muerte con agonía, muerte violenta, muerte fulminante y repentina… Las formas de morir son distintas, pero igualmente atroces y escandalosas.
Alguien ha muerto a destiempo (pero, ¿qué es, al fin y al cabo, morir a destiempo?, ¿acaso se muere también a tiempo?). Ese hecho no deja de tener algo de escándalo moral. ¿Por qué tiene que morir alguien sin haber cumplido siquiera los treinta años? En vano trato de buscar entre mis lecturas y mis estudios una explicación racional al hecho. Ni aquellas ni éstos me pueden ofrecer una respuesta definitiva y convincente. Y entonces confirmo que no me equivoqué al haber elegido estudiar filosofía en lugar de alguna otra carrera más perspectiva o lucrativa: ella me ha ayudado a vivir y a soportar lo trágico de la existencia.
Uno quisiera vivir embriagado de vida y no pensar jamás en la muerte. Uno debiera emborracharse de entusiasmo y vitalidad, de pasión y alegría de vivir, y olvidarse de que aquella siempre acecha. Pero resulta imposible. La experiencia de la vida es brutal, porque nos va despojando, una a una y sin compasión, de todas las ilusiones de la juventud, como aquella de creernos y sentirnos inmortales.
Cuando tenía veinte años no pensaba en la muerte. Sabía que existía, pero la sentía lejana. A ratos me creía eterno. Era joven y tenía una vida entera por delante. Podía malgastar el tiempo porque me sobraba. A fin de cuentas, los que se morían eran los otros. La muerte era algo que les sucedía siempre a los demás, jamás a mí. Ella pasaba de largo y apenas me rozaba cuando algún amigo o compañero de estudios fallecía a destiempo. Pero hoy ya no soy tan joven como ayer. He vivido casi medio siglo y la vida se ha encargado de volverme lo bastante sensato para saber que la muerte es una presencia insondable, que está ahí, siempre ahí, acechando agazapada, tramposa y certera. Caronte, el barquero infernal, aguarda. No lleva prisa, se toma su tiempo (tiene todo el tiempo del mundo), pero al final cumple lo suyo.
La muerte del otro es siempre un hecho doloroso por lo que tiene de irremediable, pero también de premonitorio. La vida y la muerte son cosas intransferibles. “No vivas mi vida si no vas a sufrir mi muerte”, solía decirle don Arturo Olivero, el padre de mi amigo Reynaldo, a los entrometidos. Lamentamos y lloramos amargamente la muerte de un ser querido, de una persona amiga o conocida. Pero lo que lamentamos y lloramos es también nuestra próxima desaparición. En esto, como en todo, actuamos movidos por sentimientos puramente egoístas. No lo sentimos tanto por el otro en sí, que ha muerto para siempre, sino por nosotros mismos, que también vamos a morir. Pues no se siente la muerte en sí, sino en mí, en ti. La suerte corrida por el otro nos muestra la suerte que también habremos de correr. El fin de la vida de los demás nos anuncia a cada momento que quizá pronto seremos nosotros los próximos y que nada, absolutamente nada podemos hacer contra este imparable correr hacia la muerte. “Todo lo que yo sé es que debo morir pronto; pero lo que más ignoro es precisamente esa muerte que no sabré evitar”, escribe Pascal.
La solidaridad ante la desgracia ajena puede ser sincera, no lo niego, pero también suele ser una simple máscara que oculta nuestro propio desconcierto. El ser humano apenas mira nada con ojos de desprendimiento y desinterés: todo, o casi todo, lo mira en función de su yo, casi todo lo refiere a su vida personal. Nos identificamos con el dolor ajeno porque en él adivinamos nuestro propio dolor. Es mi propia muerte la que estoy viendo en el cadáver velado del otro. Con cada muerte a nuestro alrededor vamos desfalleciendo; con el otro, muere también un poco de nosotros mismos.