No es verdad que entre los sectores de la oposición haya real coincidencia sobre la direccionalidad que debe dársele a la presente coyuntura. Además no hay la suficiente confianza e identidad políticas. En estas circunstancias, hablar de unificar la oposición y privilegiar la conformación de aparatos, solo puede explicarse por miopía o por oportunismo político. Estos son los atajos que terminan siendo caminos largos, que muchas veces no llevan a ninguna parte.
Es en este contexto que se sitúa la propuesta de instalar una Mesa de Diálogo y Concertación Política, y por el convencimiento de que ningún sector político, por sí solo, puede desplazar al partido gobernante y su proyecto de perpetuación en el poder.
La mesa que se propone no es una nueva estructura para hacer actos o eventos declarativos de intenciones. No es para ponerse de acuerdo en cómo repartirse el Gobierno, el Congreso o los ayuntamientos. La mesa no es para buscarle salida a las crisis partidarias. La mesa es, inicialmente, un espacio para sentar a actores políticos, sociales y ciudadanos diversos a dialogar, para concertar y actuar de cara a la sociedad en el curso de la coyuntura en desarrollo.
La conformación de la mesa debe hacerse sin descalificaciones o prejuicios. La condición esencial para participar es que haya identidad en la necesidad de un cambio político para producir un cambio de rumbo. Esa es la real línea de diferenciación en la actuación y discurso de la oposición política frente al partido gobernante y su cúpula dirigencial. Sería grave que la oposición política se limite al desplazamiento puro y simple del partido gobernante, sin asumir expresamente el cambio del modelo y comprometerse a hacer las reformas y transformaciones que le den un rumbo nuevo al país. La importancia de esta cuestión no es cuán profundo sea o no el cambio de rumbo que se proponga, sino en definir y asumir expresamente que esa es la perspectiva y la direccionalidad del ejercicio de oposición política.
Insisto en que este punto es crucial. El cambio político y el cambio de rumbo no son dos momentos sino un solo y único proceso. El cambio político, para que no devenga simplemente en un cambio de gobierno, solo es posible si está articulado a un proceso de cambio de rumbo. En los últimos 50 años, en distintos momentos nos limitamos a desplazar gobernantes sin tocar el fondo de los problemas y hemos pagado las consecuencias. Recordemos, por ejemplo, que en el año 78, en el país hubo un cambio de gobierno, y 8 años después retornó el presidente y el partido desplazado, debido a que en los dos gobiernos que se sucedieron, más allá de la ampliación de las libertades públicas, no se hicieron las reformas y transformaciones que evitaran el retroceso. Esta vez no podemos repetir aquella amarga experiencia.
La mesa, en un proceso de diálogo y acción, tiene que avanzar para alcanzar a la brevedad posible un acuerdo de mínimos que vaya construyendo puentes de conexión y de identidad con y desde la ciudadanía. Por eso, en la mesa se debe concertar el acompañamiento de la gente en la defensa y ampliación de sus derechos a una educación de calidad, a la salud, la seguridad social, al trabajo decente, al salario justo, al transporte seguro, a la vivienda, a la alimentación, entre muchos otros. En la mesa se debe concertar la acción para parar el irresponsable endeudamiento externo, la inseguridad ciudadana, la mega minería y la destrucción del medio ambiente, el secuestro de la institucionalidad, la quiebra de importantes sectores productivos, la crisis energética, la corrupción y la impunidad, entre otros.
Al partido gobernante nadie le podrá derrotar en el terreno del clientelismo y de las prácticas políticas tradicionales. No se le va a derrotar por el número de siglas que se sumen en acuerdos de cúpula o por proclamas o programas formales de los que luego nadie se acuerda y mucho menos respetan, y el pueblo lo sabe.
La clave para salir del partido gobernante está en construir una nueva relación política con la sociedad, especialmente con los sectores medios y los sectores populares del país, que les pueda dar a estos claras señales de que no se trata de más de lo mismo, ni de un nuevo engaño. Por eso, en nuestra práctica política, más que en los discursos, tiene que producirse una ruptura con la corrupción, el clientelismo, la impunidad, la demagogia y las mentiras, y por esa vía diferenciarnos del partido gobernante y prácticas tradicionales.
Para desarrollar esa nueva relación necesitamos, entre muchos otros factores coadyuvantes, de un liderazgo con autoridad moral, responsable, honesto, capaz y verdaderamente democrático, no por lo que diga o escriba, sino además por lo que haga en su conducta política cotidiana. Un liderazgo así es el que puede derrotar al partido gobernante y solo en cuanto sea capaz de darle un giro a la coyuntura, despertar de la inercia a las grandes mayorías nacionales y poner la nación en movimiento, como el sujeto político protagónico del proceso de cambio político y de cambio de rumbo. Un liderazgo así no se decreta, sino que se construye. La mesa de diálogo es el primer piso para ir desarrollando la confianza entre los actores políticos y sociales y de la sociedad hacia estos, poniendo siempre el interés de la nación y de la gente por encima de cualquier ambición personal o grupal.