En el desarrollo de la poesía hispanoamericana, la obra de Eugenio Montejo (Caracas, 1938) ha devenido en una experiencia vital. Si, como se cree, una obra es sobre todo expansión y diversidad, la suya es, justamente, una aventura. Lo mejor de esa obra merecería, en verdad, una frase de Baudelaire: “Como no ha progresado, no envejecerá”. Paradoja, sin duda, fascinante: ¿No supone otra forma de “modernidad”, a la vez que resulta de su crítica? ¿Qué ocurre, entonces, en la poesía de Eugenio Montejo? ¿Una poesía que procede por su desasimiento? Si se necesitara una clave para comprenderla, ésta es sin duda la pregunta más reveladora.Parece obvio que el verdadero ámbito de esa poesía es la temporalidad. El imaginario de lo concreto. Aquí la intuición puede fundar la realidad hasta que lo imaginario nos hace verdaderos. Lo que buscamos está en nosotros, en nuestra capacidad de crearlo, en la necesidad de inventarlo. El mito aquí se hace humano y depende de nosotros, no nosotros de él. Por eso, el pasado se escribe en tiempo presente.De este modo, lejos de huir del tiempo, Eugenio Montejo lo reactualiza. Incluso cuando propone vivir el instante como un enigma del porvenir, todavía pretenderá descifrar y llevar con una tremenda preocupación al hombre hacia una concepción del porvenir, que siempre retorna o se percibe en un instante. Sólo quizá cuando se interroga sobre la objetividad del mundo, nos orienta hacia una pregunta completamente distinta, aquella misma que contiene el mundo.La pregunta que enuncia tiende a atraer, dentro de este mismo destino, el límite que sólo se enmarca en su visión: la vida como naturaleza. Sin embargo, su límite no desaparece, sino que recibe del mundo su sentido, la visión sin límites que pretende limitar. El sentido del límite, al afirmarla, contradice a la naturaleza o por lo menos la desplaza. Entonces ¿cómo hablar de esta obra (decir su sentido), sin que el entorno la i-limite?Es esto uno de los pilares fundamentales sobre los que esta poesía se sostiene: la relación entre hombre-naturaleza y el conflicto que para el hombre moderno esta relación conlleva. Como dijo Francisco José Cruz (1999), “la naturaleza en Montejo no está considerada como un ente general, casi abstracto, al modo de los presocráticos”. El poeta, al dirigirse a ella, lo hace siempre desde el plano de lo concreto, rozando incluso la consideración individual. Estamos ante una poesía material: el poema está habitado por cosas y sensaciones. Cargada de intensidad, la emoción consigue que el lenguaje tenga esa humedad fértil de la vida. La emoción hace creíble el poema:
Lo que escribí en el vientre de mi madre
Quizá no fue sino una flor
Porque más hiere cuando desvanece
Una flor viva que no tiene recuerdo.
No es esta una poesía sensual pero sí llena de relieves, caracterizada por el espesor y la rica gama textual. Cargada de sentidos. Una poética que no se apoya en la ilusión, sino en la duda, y que sólo puede realizarse sin olvidar que existe. Una concepción de la realidad, como se ve, un tanto ambigua. Así se comprende que, en esta poesía, el desasimiento no implique un abandono del mundo, ni mucho menos una renuncia a él. Es a par un estar y un no estar, vale decir, un no estar en lo que se está, o al revés.
En ambas formas, como movimiento deliberado o como imposición del mundo, el desasimiento parece referirse no sólo a una sabiduría sino también a una prueba de iniciación, y, ésta, a su vez, tiende a formular la existencia como un sentimiento de orfandad. De ahí que, como dice Cruz Pérez, “aunque encontramos una reconciliación con el entorno, a esta poesía no la abandona ese conflicto que viene de no entender del todo casi nada. Instante y memoria, conciencia e instinto se interfieren y el poema acaba siendo una tensión entre la intimidad y el desarraigo, entre la palabra y el mundo”. Una tensión que no siempre fracasa.
No deja de ser significativo que desde la publicación del libro Terredad en 1978, hasta Alfabeto del Mundo en 1982, incluyendo Trópico Absoluto y Adiós del Siglo XX, sus obsesiones han estado ligadas a esa suerte de premonición del futuro. Esa premonición aparece sistemáticamente con más evidencia en el libro Terredad. Aquí la evocación del origen perdido es una integración primordial del ser.
Lo significativo de esta experiencia es que se desliza sin trabas por un lenguaje cotidiano y preciso, lenguaje casi exento de experimentalismo pero pleno de experiencias.
Penuria existencial y cósmica, desposesión del mundo, nostalgia que trastoca todo, el extravío penetra inevitablemente hasta la conciencia del hombre. Se produce, así, el desdoblamiento del sujeto poético. A veces, ese desdoblamiento no es sino el instante en que una persona, absorta, parece auto-contemplarse como si fuera otra: la nostalgia diferida, sin embargo, es una forma paradójica de intimidad, la intimidad del ensimismado. Pero, en su aspecto más radical, se presenta como un extrañamiento de sí mismo; es la auto-contemplación dual: la distancia y el equívoco. Pero –hay que decirlo– esta poética tiene un carácter de transferencia interminable, especialmente de sí mismo. Consumación de un destino: su pérdida.
Las cosas tienen el don de humanidad. Ellas también se sienten exiliadas, destilan mansedumbre, irradian debilidad. Esta visión sobre las cosas comparte lo que nos da la poesía de Roberto Juarroz, aunque como afirma Cruz Pérez, en éste las cosas desarrollan inquietud e incertidumbre y, en Montejo, están barnizadas de intimidad y sosiego:
Esta es la tierra de los míos, que duermen, que no
duermen,
Largo valle de cañas frente a un lago,
Con campanas cubiertas de siglos y polvo
Que repiten de noche …los fantasmas.
Estar aquí en la tierra: no lejos
Que un árbol, no más inexplicables;
Livianos en otoño, henchidos de verano,
Con lo que somos o no somos, con la sombra,
La memoria, el deseo, hasta el fin
(si hay un fin) voz a voz,
casa por casa,
sea quien lleve la tierra, si la llevan…
Así pues, la vida es un engranaje cuyo ritmo es marcado por el tiempo de la tierra. Vivir, por tanto, es movimiento y expresa, por un lado, la dimensión integral de la existencia y, por otro, el sentimiento de engaño del hombre moderno. Por ello su obra vive (y vislumbra) otro tiempo: comunión con el universo (mujer, aire, tierra, miedo), es también expectativa y absorta pregunta sobre el tiempo.
La otra experiencia central es lo que él mismo llama la terredad (tema de casi todos sus libros). Se trata de algo distinto del paisajismo, el inventario de la naturaleza o las visiones cosmogónicas que han caracterizado a cierta poesía hispanoamericana. Para Guillermo Sucre (1975), Montejo no describe ni enumera, su visión supone siempre “una busca de la inmediatez anímica con el mundo”.
Montejo no describe fenomenológicamente el mundo: no es como Ponge, el poeta que asume partido por las cosas; tampoco su actitud es ontológica. Le basta con estar en la tierra, compartir su flujo, sentirse integrado a su cuerpo total, tan inexplicable como el hombre mismo, tan a la deriva como el hombre mismo. Identidad pero no posesión, sabiduría pero no conocimiento: lo que llama terredad puede acoger lo material y lo inmaterial, lo concreto y lo virtual. Es sobre todo un ritmo, un dinamismo en el que la vida entera participa.