“Que triste se oye la lluvia,
en los techos de cartón.

Que triste vive mi gente, en las casas de cartón”.

Los Guaraguaos (1973)

Con construcciones sólidas, shutters, plantas e inversores de larga duración, neveras repletas, amparados por seguros contra todo tipo de contingencias, algunos pasan el día de asueto forzado con cherchas y sancochos, siguiendo paso a paso el fenómeno atmosférico por medio de sus Smart Phone o mirando su telenovela favorita.

Así, desde el confort de un hogar dotado de todos los “powers” de la modernidad, aguantamos la inclemencia de los elementos naturales más preocupados por la duración de los apagones que por los reales impactos de lo que está aconteciendo en nuestras vidas. Sí, tenemos la suerte de formar parte del reducido porcentaje de la población dominicana protegido contra fenómenos naturales como los huracanes, que casi nunca nos atañen de frente.

Sin embargo, no nos podemos cegar. Los acontecimientos climáticos extremos disparan cada vez más nuestras alarmas en un país que descubre poco a poco que corre graves riesgos y que su índice de vulnerabilidad frente a éstos se ha visto incrementado en más de un 400% entre 1970 y 2010.

Lo cierto es que la acción humana ha venido transformando negativamente el planeta y habrá cada vez más ciclones y estos serán cada vez más potentes y destructivos y menos previsibles.

La desidia de nuestros dirigentes y de la población hacia estos peligros, la falta de ordenamiento territorial, la corrupción, solo han ampliado los riesgos. Poco a poco debe emerger la conciencia que, aparte de las medidas globales y particulares para enfrentar el cambio climático, las respuestas posibles se encuentran en la prevención y en la mejoría de la capacidad de adaptación del país al cambio climático.

Ante los fenómenos naturales extremos, que muchos olvidan desde que acaba la temporada ciclónica, la desigualdad que predomina en las relaciones sociales entre dominicanos se hace más estridente para el 20% que vive hacinado. En cuestión de horas esta desigualdad se transforma en una cuestión de vida o muerte. A medida que pasan los capítulos de la “series” que seguimos en Netflix, la vida de comunidades enteras se vuelve una nueva pesadilla.

¿Cómo pasan el huracán las familias que viven en sus casas de cartón y que se llenan de agua con cualquier aguacero? Vacían los cubos, ponen sus pobres pertenencias en fundas plásticas, sobre elevan los colchones, barren el agua, vuelven a vaciar los cubos, se cobijan en una esquina, sienten el frio y la humedad.

Se dan cuentan que se mojaron los cuadernos aún incompletos de los muchachos, que con tantos esfuerzos compraron. Se angustian por saber si las piedras que pusieron en el techo aguantarán el zinc o si las planchas y las mismas piedras volarán como peligrosos proyectiles.

Se estremecen al ver subir el nivel de las aguas en las calles y callejones; allí donde hay filtrantes estos están tapados por los desechos que corren por todas partes. Se aferran a sus pobres pertenencias, considerándolas más valiosas que sus vidas miserables.

Lo anterior vale para los que viven en la capital. ¿Y qué decir de lo que se vive en las numerosas comunidades vulnerables de los pequeños pueblos y en las zonas rurales? ¿Y qué decir de la incertidumbre  que se apodera de las mujeres, los niños y los viejos en los albergues?

Con las frágiles, inseguras e indignas viviendas en las que sobreviven diariamente millones de dominicanos, se evidencia, una vez más, uno de los procesos de reproducción de la pobreza del cual nos olvidaremos así como de los damnificados tan pronto bajen las aguas.

Cuando llega la falsa calma asistimos al show mediático y populista de las visitas del presidente a las zonas afectadas, que abandona una cumbre de las Naciones Unidas para estar “junto a su pueblo”. Junto al pueblo, desde la perspectiva del poder, con la seguridad y los helicópteros gubernamentales.