Todo acto de lectura es una interrogación profunda y libre. El ejercicio de esa libertad consiste en dar un sentido integral al texto, siempre, y, en todas partes, no meramente en darles sentidos parciales y superficiales que se contradicen y que no concuerdan entre sí. Puesto que los sentidos que los lectores querrían otorgar a sus vidas no los encuentran o se les escapa, los lectores buscan y ven en el libro una promesa de ejercer gozosamente su imaginación y su libertad por medio de la lectura.

La experiencia del lector, cuando es profunda y libre, puede verse como una especie de proceso de meditación o de contemplación. La conciencia conceptual siempre procede a “diferir” todo. Precisamente, el diferir es la raíz estructural del tiempo. La representación radical de la cultura moderna es la represión de los elementos humanos místico-religiosos. Todo sistema socio-cultural, así como político y económico, está orientado, de forma más o menos eficaz, a impedir una experiencia directa, incondicionada. Por lo tanto, el más importante imperativo de nuestra época es liberarse de esa represión o negación de esta dimensión esencial del hombre. Hay que asumir este imperativo sin complejos ni medias tintas. Debemos empezar por transparentar toda esa gran mascarada cultural y espiritual de Occidente, en la que estamos sumidos y sumisos. Por supuesto, no todos los conceptos son esclavizantes; sólo los que inducen al escamoteo y a la reificación.

Los conceptos que inducen a la libertad y a la transparencia son convenientes, y, a veces, desquiciantes. De ahí que, la “lectura usual” es una lectura institucionalizada que escamotea el gusto del lector. Para llegar a ser “lector convencional” se debe pasar por un proceso de amaestramiento, de domesticación cultural, que condiciona a ver las cosas de cierta manera, a partir de ciertos hábitos estereotipados.

La lectura institucionalizada, en cierto sentido, puede considerarse un espacio de fuga hacia un universo superficial y frívolo. Este tipo de lectura es una forma de manipular al lector, pues el acto de lectura deviene así en un acto de mala fe; entonces, decodificar un texto se transforma en un acto contra-cultural, esto es, poner en crisis al texto mismo, en relación a sus referentes. Podríamos llamar, pues, “contra-lectura” al acto de transparentar la falsedad propia de toda lectura hecha desde un espacio institucional. La contra-lectura es una forma de liberar al lector de la lectura institucionalizada. No se trata tanto de reconstruir sino de transparentar; se trata de una “metalectura” que, en cierto sentido, es una nueva escritura, consciente de su instantaneidad y su fuga.

La función que cumple la “metalectura” respecto de la escritura, podría dar un mayor peso a la idea de que existe una relación directa entre el querer decir del enunciado y la escritura misma. En efecto, la escritura apela a la lectura conforme a una relación que, de inmediato, nos permitirá introducir el concepto de “interpretación”.

Por el momento, digamos que no hay lector sin texto, al igual que no hay texto sin lector. En efecto, la relación “escribir-leer” no es más que un acto de percepción teleológico-poético y por lo mismo dialéctico. No basta con decir que la lectura es un diálogo con el autor a través de su obra, hay que señalar que la relación del lector con el libro es de una naturaleza completamente distinta. El diálogo que se produce es un intercambio de preguntas y de respuestas, y no existe un intercambio de este tipo entre el escritor y el lector. El escritor responde al lector. El libro une las vertientes del acto de escribir y del acto de leer. El lector no se encuentra ausente en la escritura ni el escritor en la lectura. El texto produce, por tanto, una desocultación del lector y del escritor. De este modo, se sustituye la relación dialógica que vincula al escritor y al lector de forma inmediata: la voz de uno al oído del otro. (Iser, Rutas de la interpretación, 2005).

Esta sustitución del diálogo por la lectura, allí donde el primero no ha tenido lugar, es tan evidente que, cuando nos encontramos con un autor y hablamos con él (de su libro, por ejemplo), tenemos la sensación de que se ha producido una profunda transformación en la relación tan particular que veníamos entablando con él en su obra mediante ella. A veces, me gusta decir que leer un libro es, en cierto modo, sentir la muerte de su autor, dado que éste ya no puede respondernos; sólo nos queda leer su obra.

Esta diferencia entre el acto de leer y de escribir confirma nuestra hipótesis de que la lectura es una realización comparable a la creación: una efectuación que la sustituye y que, en cierto modo, impide o posibilita su desarrollo. Por ello, creo que la escritura fija el discurso como intento de decir, pues la escritura consiste en una inscripción directa de dicho intento, aunque, histórica o psicológicamente, el escritor empieza transcribiendo de forma gráfica los signos del habla. Esta liberación de la escritura que sustituye al habla conlleva el surgimiento del texto.

Ahora bien, ¿qué le sucede al texto cuando se escribe directamente en lugar de percibirlo a través de la lectura? Siempre se insiste en el rasgo más evidente: todo texto conserva un imaginario discursivo que lo convierte en un archivo disponible para la percepción individual y colectiva. También suele añadirse que el contenido simbólico posibilita una lectura analítica y distintiva de todos los rasgos sucesivos del lenguaje, aumentando de este modo su propia ambigüedad. La liberación del texto frente al lector entraña un verdadero cambio, tanto en las relaciones del mundo y el lenguaje, como en la relación que existe entre éste y las distintas subjetividades implicadas. Hemos apreciado esta dinámica de cambios al distinguir la escritura del acto de lectura. Aún habrá que ir más lejos, pero partiendo del cambio que atañe a la relación referencial del lenguaje con el mundo cuando el texto sustituye al mundo.

¿Qué entendemos por relación o función referencial? Esto: al dirigirse a un supuesto lector, el sujeto de la escritura dice algo sobre algo. Aquello sobre lo que escribe es el referente de su imaginario. Esta referencia es asumida por el escritor como inicio y fuga de su creación. Mediante la función referencial, el lenguaje devuelve al mundo los signos que la función simbólica, en un principio, sustrae a las cosas. Ya no sucede lo mismo cuando el texto sustituye al mundo. En cierta medida, el lector y el autor se encuentran vinculados al mundo de este modo; pues, ¿de qué hablaríamos si no hablásemos del mundo?

Esta relación íntertextual, junto a la ocultación del mundo sobre lo que se escribe, da lugar a otro mundo llamado literario. Éste es el cambio que afecta al propio escritor cuando el movimiento de la referencia produce, en el acto mismo de lectura, un cambio en la percepción estética. Las palabras dejan de esfumarse ante el lector. Las palabras escritas se convierten, para sí mismas, en palabras.

Esta ocultación de la realidad inmediata, por el mundo de los textos, indujo a Paul Ricoeur (La metáfora viva, 1980) a expresar que los textos pueden llegar a ser tan complejos, que el propio mundo dejaría de ser el texto, y, se reduciría a una especie de “aura“, que pone de manifiesto una dimensión misteriosa. Por ello mismo, podemos hablar del mundo griego o del mundo bizantino. Este mundo, que podemos considerar imaginario es “presentificado” por la escritura en el proceso de lectura. Pero este mundo imaginario es, en sí mismo, una creación de la literatura, un imaginario literario.